Alguien me dijo una vez: “el arte no se vende, se regala”. Y a pesar de que por entonces no estaba demasiado convencido de aquella frase, la tomé con agrado, sin pensar que algún día tendría la posibilidad de comprobarla.
Deambulando por las callejuelas de Huelva, cuna del flamenco por excelencia, encontré a un hombre silencioso que renegaba de su condición de artista. Un onubense que hacia vibrar las cuerdas de su guitarra con tanta naturalidad que uno era incapaz de separar el instrumento de la persona, y entonces cualquiera que lo veía podía llegar a creer que la guitarra era una prolongación de sus brazos.
No miento si digo que en la vida había visto nada igual. Nunca un rasgueo semejante, jamás unos dedos que parecieran tener vida propia. El hecho es que este ser humano enjuto y de carácter apacible, daba la impresión de estar completamente ido, apartado, con el cuerpo en la tierra pero con el alma en otro mundo, en un mundo en el que el flamenco nos aunaba y en el que él, a través de sus notas, era el nexo que hacia posible lo que parecía imposible: olvidarse del tiempo y sentir la libertad tan cerca que todos éramos capaces de reconocernos.
Lo cierto es que la música alcanzaba cada rincón del bar y ese pequeño espacio se había convertido en una caja de resonancia. Las paredes resistían con solemnidad y las notas eran como flechas que se clavaban en el corazón de los hombres y mujeres que, reunidos a su alrededor, aplaudían con verdadero entusiasmo: ese es mi niño decían las mujeres sin dejar de palmear; Ole Miguel gritaban los hombres que eran conscientes de que estaban frente a un tipo de otro planeta.
Y a pesar de que no paraban de celebrarlo y de decirle que era el mejor en su arte, este hombre no solo mantenía la cabeza gacha sino que no se apartaba un ápice de ese instrumento, haciendo de esa reunión una mezcla de silencio y emoción contenida, y llevando el flamenco a límites insospechados. Y era justo en ese preciso instante, en el que los gritos celebraban el entusiasmo, cuando uno podía llegar a imaginarse el cielo, porque no había ninguna duda de que este hombre que teníamos delante, era la prueba de que había estado allí alguna vez.
Pero hoy que todo se ha transformado en arte, y al mismo tiempo el arte se ha transformado en mercancía, quien está en condiciones de entender a Miguel, o quien, capaz de imaginarse que se puede estar en el cielo cuando en verdad la autenticidad te arrastra. Lo cierto es que a este genio al que todos llamaban Miguel solo le interesaba una cosa y, como buen amante, era capaz de estar horas pegado a ese cuerpo de mujer que suspiraba entre sus brazos. Ratos interminables que los mortales los festejábamos con enconados aplausos y a los que él no respondía. No respondía porque tuviera algún problema con su personalidad sino porque se había enamorado, y ese amor, lo había convertido en un ángel o un hombre que, sin pretenderlo, había alcanzado la inmortalidad…
Muy buena nota. Excelente redacción y remate. Felicitaciones, amigo, porque nos hiciste llegar uno de los pases de magia que muchas veces pasan desapercibidos en España.