Tengo que admitirlo, soy un fanático. Lo soy porque cada vez que juega La Selección no puedo pensar en otra cosa que no sea la pelota. No puedo, y esta terrible inclinación me lleva automáticamente a apartarme del resto de las cosas que hacen al funcionamiento normal de mi vida. Aclaro que cuando digo normal estoy hablando del estereotipo, de ese argentino que nació y se crió en la Argentina, un lugar donde las cosas no funcionan conforme al significado de esta palabra.
Pero bueno, tampoco pretendo hacer una radiografía del gen, sino decir que ser argentino es algo que no se puede explicar. No se puede porque para hacerlo, antes, uno tiene que comenzar por la palabra pasión y, una vez hecho esto, deconstruir su significado para luego llegar a la conclusión de que la empresa propuesta es completamente inútil.
No, no intenten comprender porque no hay nada que comprender. El fanatismo tiene su origen en la identificación y nosotros somos un país que nos hemos identificado con la pelota. No, desde ya les digo que no intenten analizarnos porque pueden llegar al error de creer que somos un pueblo que se ha vuelto loco; y si así fuera, quiero decir, si en verdad creen que nos hemos vuelto locos, tampoco estarían demasiado errados: el mundo no es más que una masa estratificada que sobrevive porque la locura es la única que lo sostiene.
Somos unos auténticos fanáticos es verdad; pero tranquilos, no pretendemos nada ajeno ni vamos vendiendo prepotencia, no deseamos ser los dueños del mundo, ni tampoco queremos convencer a nadie por la fuerza. No intenten analizarnos, simplemente permítannos expresar nuestro fanatismo, déjennos gritar nuestro amor…