Campeones del mundo…

No, no me olvido; no lo hago, entre otras cosas, porque a pesar de haberme marchado hace más de veinte años continuo masticando el dolor incurable del exilio, sigo atrapado en esa pampa interminable que me vio nacer y, desde ese espacio santificado por la distancia, me lanzo a recordar algunos pasajes de mi niñez. No, no me olvido, hace tiempo que dejé de creer en triunfos individuales para quedarme con los recuerdos colectivos: esos que nacen en un potrero con el primer abrazo, esos que tienen forma de gambetas inolvidables.

Y ahí estoy, mi cabeza hizo posible el milagro y por un momento dejo de ser un cincuentón pelado y de barba rala para convertirme en un pibe que corre detrás de una pelota; ahí estoy y no falta nadie: Pancho, el Edu, la Araña, Pablito, Coke, Dani; el potrero brilla en el recuerdo y entonces las imágenes se vuelven tan claras como aquel día: tomo la pelota en mi campo y comienzo a gambetear uno a uno a todos los que se van poniendo en el camino; estoy endemoniado, soy Maradona y Pelé juntos, nadie me puede parar y lo tengo tan claro que podría dejar de correr para hacerles creer que soy humano, pero no, esa tarde no, esa tarde había que hacer ese gol y gritarlo, abrazarse con los pibes del barrio y sentir esa sensación de que todo es posible; continuo corriendo, por un instante pareciera que el recuerdo me quiere robar la definición de la jugada y para evitarlo cierro los ojos y la imagen vuelve a encenderse como un reflector en el centro de un escenario, mi escenario, el potrero, ese lugar del que nunca debí marcharme; aprieto con fuerza los párpados para poner suspenso a un recuerdo hasta entonces maravilloso, sale el arquero y se la toco a un costado: ¡GOL, GOL DE ARGENTINA LA CONCHA DE SU MADRE!

La argentinidad se viste de celeste y blanco y cinco millones de personas le demuestran al mundo que se pueden entender las cosas de otra forma. Un pibe nacido en rosario atraviesa el corazón de cuarenta y cinco millones de argentinos y lo único que cabe es salir a la calle. Salir a la calle y festejar. Festejar como nadie sabe hacerlo. Festejar y, aunque esta palabra en Argentina pueda sonar contradictoria, La Selección vuelve a ganar una nueva final.

Lo cierto es que estoy lejos. La realidad es que hoy me siento más extranjero que nunca y, si bien es verdad que soy un outsider y que además soy consciente de que esta victoria no es más que una victoria futbolera, quiero gritarles a la cara a todos los españoles que soy campeón del mundo. Estoy solo y, a pesar de eso,  sobrevivo: canto y grito, levanto las manos y me dejo llevar por una pasión que está fuera de mí control: Messi gana un mundial con 35 años y eso, además de felicidad, es un revulsivo que me hace saber que nunca hay que bajar los brazos.

No sé, no creo que tenga que haber una explicación. Cada uno tiene el derecho a sentir las cosas a su manera y la mía es contrayendo los músculos de la garganta y gritando como un desaforado. No tengo otra explicación, soy del barro y en el barro me siento a mis anchas. Aprendí a sobrevivir a los gritos y grito porque gritando me aferro a la vida.

Cierro los ojos y soy una pulga albiceleste pisando el suelo argentino. La fiebre del futbol se apodera de mí y la dejo salir al ritmo de cumbia. Soy un autentico hincha de La Selección: lloro, río, me aferro a la felicidad como un niño y todo me da igual; me da igual que me jodan, me da igual que no tenga para comer, me da igual que sean todos una manga de chorros, me da igual que se rían en mi cara, me da igual que esté lleno de panqueques, me da igual porque tengo ganas de bailar, de saltar, de gritar bien fuerte que no soy un inglés, de abrazarme con la gente y decirle al mundo que somos campeones.

Soy campeón del mundo y no me olvido, soy argentino y siento que hoy es un buen motivo para festejar. Es verdad que el futbol no resuelve los problemas de la gente, pero también es verdad que pasaron más de 36 años de la última vez; y, en todo este tiempo, solo el fútbol tuvo la bendita ocurrencia de traer un poco de felicidad…