Una llamada de teléfono…

Hablé con ella luego de mucho tiempo, y una vez más su voz pronunciaba mi nombre; los años habían pasado y, una vez más, volvió a mostrarse tan cercana como la noche que nos conocimos. Hablé con ella y lo primero que advertí es que algo no andaba bien, no solo había perdido la vivacidad, sino que su tierno acento mejicano estaba dominado por un deje de amargura.

Con el teléfono en la mano y sin estar del todo convencido (ya que no sabía hasta qué punto me había librado de su nombre), en apenas unas pocas palabras la memoria avivó recuerdos de esa mujer que una vez fue mía. No tardó en contarme que su ex la había abandonado, y al utilizar esa palabra, “ex”, pronto entendí que de lo nuestro no quedaba nada. Agregó que no estaba bien de salud y que el hombre que había elegido para compartir su vida se había comportado como un capullo (el hombre por el que me había sustituido). Capullo, utilizó esa palabra.

Hablé con ella después de cinco años y luego de que la conversación llevara un buen rato, me confesó que un día no aguantó más e intentó suicidarse. Y mientras continuaba con su locución y aprovechó ese tiempo para quitarse todo lo que tenía dentro, yo en lugar de seguir con su relato me quedé detenido en esa palabra. En esa maldita palabra que penetró en mi cuerpo como un remedio amargo y ácido. <Suicidarse> –pensé y volví a repetirla en mi cabeza sin entender como estuvo tantos años con un tipo que fue incapaz de evitar esa locura. <Suicidarse> –volví a decir para mis adentros, al tiempo que un hilo de impotencia recorría cada milímetro de mi cuerpo. Suicidarse repetí una y mil veces en silencio, hasta que el pasado que compartimos juntos volvió una vez más para torturarme.

Pero ella no me veía, su voz había encontrado un receptor, un hueco por donde huir, una luz por donde escapar, una salida; su voz había tomado la forma de la desesperación, tenía necesidad de hacerse oír, la urgencia de ser escuchada, de desahogarse. Y lo que ella ignoraba era que yo me había quedado trabado en esa palabra, en esa maldita palabra pronunciada minutos antes por su boca. Ella no me veía, era incapaz de imaginar, de pensar, de adivinar el daño, de advertir como me desangraba y como la desazón se había apoderado de mi cuerpo, un cuerpo que lejos de entender, no paraba de preguntarse como esa mujer que un día supo ser tan especial, de pronto, se había transformado en alguien que despreciara la vida.

Y entonces hice un esfuerzo por no llorar, y en lugar de eso maldije a la vida y a mi suerte, maldije a Dios y al mundo por habernos cruzado en el momento equivocado. Entonces sentí ganas de tirar el teléfono y de insultarla, o de reprocharle con energía por esa elección que me había apartado de su vida. Y nada faltó para que le hiciera saber que yo nunca la habría abandonado, nada, para decirle que yo hubiese hecho todo lo posible por hacerla feliz.

Pero me retuve, respiré con fuerza y preferí dejarla hablar; tomé aire y mientras lo hacía, entendí que ella no necesitaba un sermón, sino encontrar una persona con quien compartir ese dolor; me aparté del reproche y, una vez más, volví a respirar, me mantuve en silencio y comprendí que lo nuestro, ya hacía tiempo que se había acabado…

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