Ella está en todas partes, incluso en esos lugares donde pareciera imposible encontrarla, incluso en ese espejo posmoderno, en el que por momentos, me encuentro atrapado.
Tiene nombre de mujer y ya desde el vientre de mi madre me acunaba en su regazo; ya desde ese espacio perfecto atenuaba mis arrebatos y me alejaba del miedo. Pero un día el mundo se abalanzó sobre mí y ella no tuvo más remedio que alejarse. Se fue y, a pesar de eso, nunca dejó de protegerme.
Como la mayoría de las personas, crecí pensando en ella como en una especie de abismo, vertiginoso y sin fondo, en donde se depositan las cosas que no son aprovechables; como la mayoría de la gente, la vi como una enfermedad en la que reina el miedo y el desconcierto.
Sin embargo, la vida quiso que se mostrara ante mis ojos, como una amiga mansa y reflexiva, como una compañera sabia que siempre encuentra las palabras justas para poder seguir adelante: en ocasiones se aleja y en otras puedo sentir su presencia cálida y discreta; en ocasiones se encuentra en el lugar menos pensado y en otras se muestra en un paisaje al que soy incapaz de describir con palabras.
Confieso que para llegar hasta ella, antes tuve que caerme; dejarme abrazar por una voluntad que me pisoteó y golpeó con dureza. Confieso que para entender que ella no estaba ahí para etiquetarme, antes no tuve más remedio que encontrarme en un límite peligroso.
Fue entonces cuando alcé la mirada y supe comprender que la vida es como un manantial que alimenta cada una de las cosas, y que entre esas cosas, se encuentra el hombre con todas sus imperfecciones; cuando entendí que junto a este refugio hay un bosque que nos aparta, sin otra intención que atenuar nuestros miedos, sin otro objetivo que situarnos en esa vía donde habitan la meditación y la calma…
¿Solo se trata de vivir?