Un truco…

Envueltos en una densa penumbra, cinco hombres se encuentran sentados alrededor de una mesa redonda. Juegan a las cartas, o al menos eso es lo que parece: una luz que proviene desde una campana que cuelga en el centro de la mesa muestra un mazo de naipes, unos vasos de whisky, cajetillas de tabaco y fichas de distintos colores. Las manos de estos personajes no escapan al reflejo de esa discreta luz, como así tampoco sus rostros que se muestran fríos y expectantes.

De repente, Luis, saca un revólver y lentamente va extrayendo una a una las balas del tambor, y las coloca alineadas sobre una deslucida pana verde que recubre casi la totalidad de la mesa. Luego vuelve a tomar una bala y la suspende por unos instantes debajo de la campana. Todos lo miran. El Gordo, como la mayoría le dice, tiene unos cuarenta años y los ojos claros; claros pero la mirada apagada, muerta, como esos tipos que parecen estar de vuelta. A continuación El Gordo coloca el plomo en el revólver y hace girar el tambor, y lentamente deja el arma en el medio de la mesa.

Segundos después, otro de los participantes, Hugo, apoya una mano sobre el revólver y lo hace dar vueltas como un trompo. Para él es solo un juego. Desde que nació, Cacho o Cachito, como lo llaman desde niño, la vida no ha sido otra cosa que una explosión de adrenalina; desde que tiene uso de razón, la muerte ha caminado a su lado y le ha hecho entender que se vive y se muere, que la edad lo que nos dice es que el presente es lo único que importa. Y cuando al fin el cañón del revólver se detiene Cacho sonríe y, en lugar de mostrarse preocupado, toma el arma con determinación y se la lleva a la cabeza. Esto pareciera excitarle. Los demás participantes saben que Cacho está loco pero dudan que su actitud pueda librarlos de algo. Entonces aprieta el gatillo y se oye el ruido metálico del martillo golpeando sobre el cuerpo del arma. Cacho respira y con mucha calma deja la pistola sobre la mesa.

Es el turno de Alberto, o Beto como le puso un tío hermano de su madre que lo inició en el oficio. El sentido de las agujas de reloj así lo establecen y Beto lo sabe desde que se sentó en la silla. Y si bien está tan loco como Cacho entiende que la suerte suele tener un destino que siempre se escapa; y él ahora mismo, como ésta, siente el deseo de abandonar el juego y salir corriendo. Pero toma el arma y hace girar el tambor, y cuando éste se detiene no tarda en llevárselo a la sien. Beto es el más joven, el más mujeriego y el que tiene más para perder. Sin embargo mira a un punto fijo y dispara. Una vez más el ruido metálico del martillo le dice que puede respirar. Y eso es lo que Beto hace, suelta el aire y apoya el revólver sobre la vieja pana verde.

El siguiente es El Indio Fresán; lleva varios años con la banda y, a pesar de eso, nunca ha disfrutado de estos juegos. Pero como no es un cobarde sino más bien todo lo contrario (del grupo es el único que ha participado del motín más sonado de la historia Argentina, un hecho sangriento que dio como resultado ocho presos muertos, uno de ellos cocinado en los hornos del penal y convertido en relleno de empanadas), prefiere recordar su pasado rocambolesco y no quedar como un gallina. A pesar de eso, El Indio jamás habla de ese terrible suceso y si alguien le pregunta por lo ocurrido no solo no responde sino que pone cara de pocos amigos. El indio no es cobarde y si está en la banda no tiene más remedio que aceptar las reglas del juego. Por eso da una larga pitada al cigarrillo, toma un buen trago de whisky, hace girar el tambor y cuando éste se detiene se lleva el revólver a la cabeza. El Indio Fresán aprieta el gatillo y el martillo vuelve a pronunciar un ruido metálico.

Le llega el turno al boliviano Agapito Medina, o El Bolita como le dicen desde que puso los pies en Argentina. Agapito lleva en la banda poco tiempo y acaba de cumplir una condena por violación. Tiene marcas de viruela por toda la cara  y cuando cierra la boca el labio inferior se precipita formando un pliegue por debajo de las comisuras que le dan el aspecto de un simpático sapo; sin embargo, sus manos son finas y delicadas como las de un concertista de piano. Su oficio no es el de ladrón como el resto sino que es un punguista. Un punguista que corre para sobrevivir y que ahora se encuentra atrapado. Agapito transpira, tiembla, mira a su alrededor y piensa que ha caído en una trampa. Jamás ha confiado en nadie y sentado en la silla con el revolver en la mano se siente más extranjero que nunca. El Bolita no quiere morir y, al igual que una rata, tampoco le importaría salir corriendo y quedar como un cobarde. Agapito vuelve a mirar a  su alrededor y no le gusta lo que ve: Cacho lo mira con desprecio, el Gordo ni se inmuta, Fresán todavía se esfuerza por controlar la respiración y Beto lo observa con una expresión risueña. Agapito duda. Una y otra vez lucha por encontrar una salida pero el Gordo lo mira y le hace saber que no tiene otra opción que seguir adelante. Al final Agapito El Bolita Medina logra girar el tambor y con la mano temblando se apoya el revolver en la cabeza. Cierra los ojos y sin dejar de temblar aprieta el gatillo: se oye una explosión y su cuerpo cae desplomado dejando un gran charco de sangre sobre la raída pana verde. En ese momento, Beto, mira el cuerpo del pobre y desafortunado Agapito Medina y dice:

–Somos cuatro, ¿sale un truco…?

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