Desperté una mañana agitado y con el rostro lleno de sudor. Medio incorporado y temblando sobre la cama, tuve la certeza de que instantes antes, una fuerza había atravesado mi cuerpo y salido desde la cabeza, como un genio que acaba de abandonar una lámpara.
Azorado por la urgencia de aclararme, intenté hacer un paréntesis y me mantuve pensativo por varios segundos. Pero la habitación permaneció en silencio, y no me quedó más remedio que desistir de la idea. De pronto, los retazos inconexos del sueño se unieron uno a uno, procurando encontrar un sentido. Pero nada de eso pasó, y como haces de luz que juegan a desafiar la nada, sus intentos fueron absorbidos por una profunda oscuridad.
No conforme con las débiles conclusiones, insistí en recordar lo que había estado soñando minutos antes, y una vez más las imágenes me causaron escalofríos; el corazón pronuncio un martilleo seco y, ese efecto, provocó que el miedo se instalara en cada rincón del cuarto.
De repente, noté que la luz amenazaba con atravesar la ventana, y esta sensación, no solo me alejó del pánico sino que me hizo volver por un instante a la calma. Luego recalé en mis lecturas de Freud y me pregunté qué pasó el día anterior. Y no conforme con eso, insistí con saber qué fue lo que hice antes de acostarme:
–¡Nietzsche! –pronuncié en voz alta y llevándome las manos a la cabeza. –¡Dios! –repetí una y mil veces hasta el cansancio. –¡Nietzsche! –volví a gritar hasta que, de pronto, el sueño emergió de la penumbra, apagando el sonido de mi voz, y haciendo que la claridad invada toda la habitación…
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