Un microbio…

Soy ese que agoniza, apenas la sombra de lo que una vez soñé. Desde hace unos años me pregunto: ¿por qué el hombre suele resignarse tan fácilmente? ¿Por qué me quedo en silencio en lugar de decir lo que pienso?

Hubo una época en que creía que las palabras podían remediarlo todo, un tiempo en que te esperaba despierto con la esperanza de que la vida te vuelva a cruzar en mi camino. Sin embargo, los meses se empecinaron en hacer que las cosas fueran distintas, y entonces me resigné como aquel que con las estaciones carga con el pasado en su rostro: dejé de soñar y la rutina que siempre hace su trabajo se encargó de hacerme bajar a la tierra.

Lo cierto es que nada iba a devolverme la seguridad, nada podía hacer que mi aspecto recupere la lozanía que una vez tuvo. El espejo con los años se había vuelto más cruel y no me quedaba más remedio que aceptar que tenía menos pelo y que había perdido la forma.

Una vez escuché a alguien decir que Dios se había equivocado, que antes de hacernos debió haber pensado un final mejor. Un final mejor –me dije–. ¿Cómo sería un final más acorde? Este hombre decía que el de arriba debió pensar la vejez de otra manera; se quejaba porque veía como su cuerpo se deterioraba al punto de no poder hacer nada de lo que una vez lo hizo feliz.

<Rara dialéctica esta de envejecer –pensé–. Es increíble como uno pasa de ser alguien pretendido a ser un hombre casi invisible…>

Tal vez por eso muchas personas no se arriesguen a quedarse solas pasada una determinada edad, o a cruzar esa frontera que de encontrarte sin dinero te hace sentir menos que un microbio. Y eso es lo que era yo: un microbio solitario con ganas de amar y ser amado; un insecto todavía vivo con deseos de tener un cuerpo a quien abrazar.

Pero nada de lo que uno piensa tiene demasiada importancia. La carne envejece y con ella nuestros sueños parecen irse marchitando. La economía lo hace aún más difícil y uno comienza a percibir que su tren lo ha dejado tirado. Pocas cosas pasan a tener importancia y de la noche a la mañana nuestro cuerpo no es más que una sombra desgastada que agoniza. Una tenue luz que se apaga en la confusión del universo.

¿Y cómo en una situación semejante uno podía esperar que una piba pudiera prestarte atención, o pretender que esa mujer que te conoce del bar y te sonríe (no porque le gustes o le caigas simpático sino porque es la que te sirve las cervezas todos los días), pueda darte su teléfono o decirte que eres el hombre de su vida?

¿Cómo…? Si oye la forma en que le hablas, si observa la manera como la miras, si siente en su cuerpo cada una de tus oscuras intenciones. ¿Cómo…? Si advierte como te esfuerzas,  nota la cortesía exagerada, la adulación empalagosa, la risa que busca hacerla cómplice. ¿Cómo…? Si ve la desgracia marcada en tu piel, la soledad y todas esas cosas patéticas que no puedes disimular y a las que te entregas sin darte cuenta.

Y entonces llego a la triste conclusión de que más vale callarse antes de hacer el ridículo. Tengo un momento de lucidez y pienso en ella no ya como un cuerpo sino como una persona. Rechazo en mi cabeza la idea de hablarle y en lugar de ponerla en un aprieto le pido otra cerveza.

Me despido, medio borracho y derrotado, sabiendo que tal vez al día siguiente tendré otra oportunidad para decirle todo lo que siento. Camino hacia a casa pensando que probablemente nunca tenga el coraje de hacerlo. Llego y al abrir la puerta, la oscuridad me atrapa como lo viene haciendo desde aquel día en que mi mujer decidió marcharse…

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