La conocí en Canarias, una cálida noche de noviembre en la que el destino me tendió una trampa. Su rostro diáfano y resplandeciente emergió de la multitud y por un instante no pude ver. Luego el silencio se apoderó del recinto y ya no se oyó nada.
–<Ninfa etérea –pensé–. Dime que eres real y que todo esto que siento está pasando en la tierra y no en el cielo. Dríada alada cuéntame que estoy despierto y que has venido a rescatarme; tócame, ten piedad de mí, respira tu aliento fresco y acaba de una vez con toda esta angustia>. Luego su mirada se clavó en la mía y vi que movió apenas los labios. Y entonces noté que estaba tan desorientado como al principio.
–< ¿Quién es esta mujer que me habla?–me pregunté–. ¿Qué pretende, qué busca, qué ocultan esos ojos tan grandes, que parecen haber conquistado el mar y que, al mismo tiempo, me hacen sentir tan pequeño?>. Y entonces ella, al ver que yo era incapaz de decir una palabra, insistió con un meneo delicado sobre mi brazo y al fin pude verla.
¿Qué otra cosa podía hacer sino mirarla? ¿Qué otra cosa sino imaginarla suspendida entre los árboles, o disfrutar de su belleza etérea? ¿Qué otra cosa sino verla correr por los prados con una corona de flores y el rostro invadido por la melancolía? ¿Qué otra cosa podía hacer, sino desear perderme con ella en las sombras del bosque? ¿Qué otra cosa…? Si a pesar de comprender el peligro, aun así, deseaba lanzarme en sus brazos, como quien se sumerge en un delirio báquico dispuesto a perder la razón.
Pero el encanto se rompió y entonces advertí que no había estado soñando. Esa noche el azar me jugó una trampa y, desde entonces, un ángel se convirtió en parte de mi vida para siempre…
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