Tristeza…

La tristeza es una emoción tibia y desconcertante que suele habitar en nuestro cuerpo y que puede abordarnos de distintas formas; tiene cierta predilección por las cosas que nos preocupan y, constantemente, amenaza con hacerse dueña de nuestras vidas; es también una sensación amarga y apocada que, en ocasiones, se instala cómodamente en nuestro cuerpo, adoptando una posición peligrosa y ocurrente. Peligrosa porque suele tomar una conducta pasiva, ocurrente porque adormece nuestros sentidos, dando lugar a la inclinación más absurda y la menos deseada.

Y entonces, algo tan básico como comer puede volverse innecesario, algo tan simple como respirar se torna insoportable. Perdemos las referencias reales de las cosas y todo paso que damos nos aleja cada vez más de nosotros mismos.

Pero lo peligroso de la tristeza no es su aparición (ya que al habitar en una frontera tan próxima es común que nos acompañe debes en cuando), lo aterrador de ésta es su carácter, que al mostrarse serena o inofensiva, agiganta la figura de su amante que aprovecha esta sumisión para propagar su veneno, como un virus letal, por todo el organismo: el desgano, la apatía, la bulimia, bailan a nuestro alrededor y el abismo se hace cada vez más próximo. La sangre pierde su funcionalidad y la vida y la muerte pasan a ser lo mismo: acontece la depresión  y nos quedamos atrapados en una serie de fotogramas que se repiten sin detenerse.

No, ya no hay retorno, y si lo hubiera, las secuelas son irreversibles; porque nadie que se haya liberado de este estado de ánimo, taciturno y melancólico, ha salido ileso de esta monstruosa enfermedad, nadie que haya sido víctima de su veneno ha vuelto a ser el mismo, ni se ha liberado de sus marcas.

Desde hace incontables decenios miles de personas combaten este flagelo sin llegar a saber las causas reales que lo provocan, desde hace varios siglos miles de hombres y de mujeres se preguntan por qué las guerras siguen siendo noticia, o se asombran cuando el fanatismo provoca que una madre de 39 años despierte una mañana con la idea de terminar con la vida de su hijo. 

Vivimos dentro de un dispositivo que nos piensa, nos moldea y que hace de nosotros seres obedientes y productivos, que no solo nos ha normalizado sino que nos vive enfermando; que nos dice todo lo que tenemos que hacer, incluso de quien debemos enamorarnos. Somos parte de una burbuja que ya no reprime sino que ha mejorado sus modales, con la intención de acceder a nuestros pensamientos más íntimos, en donde la tristeza, una y otra vez, continúa cayendo en las redes de su amante, quien sin pasión, entierra sus dientes, como un animal que come sin llegar a satisfacerse…

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