Fue hace unos cuantos años, en Las Palmas, recuerdo que me sentía agobiado por una de esas preocupaciones que tienen que ver con el futuro, y como siempre que me encontraba en una situación parecida, decidí salir a caminar.
La tarde estaba muriendo y el sol comenzaba a enrojecer el cielo, las gaviotas hacían círculos desde lo alto y mis piernas se dejaron seducir por el olor a sal que se desprendía de las olas que acariciaban la playa. Sin embargo, antes de llegar al paseo marítimo, desde un puente peatonal, me detuve a observar el viboreo interminable de la autovía en compañía del océano; y mientras lo hacía, me pregunté por ese romance que se extendía por varios kilómetros. Y así me quedé por unos cuantos minutos, impresionado por esa carretera que, como una gran anaconda, comenzaba a iluminarse, y por el mar, que lo celebraba encolerizado.
Ya en el paseo marítimo, caminé en compañía de esa preocupación que me atormentaba durante un largo rato, pendiente de los peatones, las bicicletas y de los deportistas que, a esa hora de la tarde, comenzaban a colmar toda la senda, transformándola, en un lugar peligroso para cualquier distraído.
Entonces, decidí que lo mejor sería descansar un momento y fue así que me distraje mirando el balanceo de los veleros que se amontonaban en un rincón del muelle, y al tiempo que me esforzaba por descifrar el nombre de un barco con bandera argentina, me sorprendió la voz quebrada de un hombre que dijo: “Siempre que te lo propongas puedes romper con todo”.
Recuerdo que tardé unos segundos en reaccionar, el vaivén de los barcos me había atrapado, y recién cuando se me ocurrió girar la cabeza supe que esa frase llevaba mi nombre. Pero desde el paseo nadie parecía haber dicho nada. Todo continuaba tan animado como antes de iniciar la caminata. Sin embargo, una vez más la voz del anciano sobresalió de entre el murmullo de los peatones y de los ciclistas que, sin prestarle demasiada atención, hacían lo posible para no llevárselo por delante.
Por otra parte, mi vida siempre estuvo marcada por el azar, por una especie de fortuna que me ponía frente a situaciones o cosas que contribuyeron a formar una personalidad libre y autodidacta. Y si bien la frase del anciano no acababa de entenderla, tal vez, porque nunca la había escuchado o leído en ninguna parte, la tomé como algo que formaba parte de esa suerte que me había acompañado desde siempre.
Fue por ello que me aparté por un momento de mis pensamientos y escuché al viejo que, en el medio de la vereda, al igual que un filósofo griego continúo diciendo: “De eso se trata el anarquismo y no de la amenaza que nos quisieron hacer creer los capitalistas; de hombres y mujeres libres viviendo en pequeñas comunidades, de hombres y mujeres libres administrándose ellos mismos; libres de gobiernos corruptos, libres de Estados que ejerzan su poder coercitivo para beneficiar a una élite minoritaria; de hombres y mujeres libres que entiendan que no hay razón para iniciar una guerra cuando no hay tierra que deba ser profanada; de personas que piensen que es mejor gastar el dinero en cosas que tengan sentido y no en costosas campañas políticas cuando no existe necesidad de ser gobernado. Romper con todo es entender que no hay un sistema que salve, si antes, no somos capaces de mirarnos a los ojos; romper con todo es apartarse de la moral tal y como la conocemos para construir otra, una más pequeña, una moral posible…”
Las palabras del viejo me acompañaron durante unas cuantas calles, hasta que me detuve en el escaparate de una tienda de rock. La noche ya se había apoderado completamente del día y me llamó la atención una remera negra de Los Pistols, tal vez, porque el símbolo de anarquía pareció iluminar toda la vidriera; todo un pequeño espacio lleno de recuerdos que pretendía abalanzarse sobre mí para arrancarme de una vida estúpida y monótona, y de esas dudas que nunca encontrarían una respuesta.
De pronto, desde el interior de la tienda comenzaron a sonar Los Ramones, y entonces noté un cosquilleo que me atravesó el cuerpo de los pies a la cabeza; sin embargo ya no fue necesario agarrar un bate de béisbol, ni apuntarme en ningún tipo de terapia moderna, sino reparar en las palabras del desconocido que parecían contener la llave capaz de abrir todas las puertas: romper con todo no era transformarse en un agitador, mucho menos en una amenaza, era simplemente dejar de ser un imbécil, era convertirse en un anarquista de la vida…
«Vive el cielo que me corro».
Lope de Vega.