En Argentina existe un raro fenómeno, una suerte de nexo que tiene como objetivo todos los sectores de la comunicación; un caso particular, único en el mundo, que tiene como protagonistas a los locutores y, en especial, a los periodistas deportivos.
Si tu ilusión pasa por llenar la pansa o convertirte en un intelectual, tienes que ser periodista deportivo (digo ser y no estudiar porque muchos de éstos ni siquiera han terminado el bachiller), tienes que aclarar la garganta y prepararla para decir las más grandes y absurdas pelotudeces. Porque de eso se trata, se trata de repetir lo aprendido en las academias y desde ese incubo soñar que un día vas a tirar la bomba más grande. Quiero decir la estupidez más ruidosa.
Lo cierto es que estos tipos, luego de hacerse más o menos conocidos, pululan por todos los canales. Están en las radios, en los programas de entretenimiento, dirigen las tertulias políticas, van de periodistas consagrados, gritan haciendo alarde de testosterona; algunos hasta tienen visos de moralistas, otros llevan a sus ex para que cuenten lo buenos que son en la cama.
Pero lo más curioso es que en la mayoría de los casos, sea el invitado que sea, sea el tema que sea; sea política, actualidad, ciencia, la explicación siempre concluye en una metáfora futbolera. Porque así funciona la psique de estos minusválidos de la comunicación que no respetan nada ni a nadie, excepto a esos futbolistas que lograron lo que a ellos realmente les hubiera gustado ser: un jugador de futbol admirado y deseado por todas las mujeres.
Raro fenómeno éste del país sudamericano: ni bien sales del vientre de tu madre los médicos y las parteras te lanzan a un mundo en el que da igual si has nacido con todos los sentidos. Lo importante es que lo hagas con un grito largo y armonioso; ya que eso quiere decir que crecerás con la garganta sana para cuando llegue el día de decir la barbaridad más grande.
Fue así que un día, luego de leer una nota en un periódico en la que un conocido locutor deportivo (a mi humilde entender un pelotudo de grandes dimensiones físicas y morales), hablaba de una experiencia que había tenido en un humilde barrio de capital; luego de que este locutor venido a periodista hiciera un comentario desafortunado y fuera de lugar sobre las precarias condiciones en las que viven estas personas, sentí como el buen humor que me había acompañado durante el transcurso del día se evaporó de repente; y entonces, me quedé a solas con un sabor amargo, que no me abandonó hasta que llegó la hora de acostarme.
A la mañana siguiente, luego de lavarme la cara, noté frente al espejo que un extraño gesto se había instalado en mi rostro, y sin poder hacer nada para quitármelo de encima continúe con la rutina de todos los días: desayuné, me fui a trabajar y volví a casa a la misma hora de siempre.
Como todas las noches, tomé el periódico con la idea de encontrar un artículo que me entretenga o que, simplemente, me devuelva la sonrisa; pero una vez más me encontré con la cara de este periodista que volvía a referirse a su comentario del día anterior que, como no era de extrañar, había generado cierta polémica. Y entonces comprobé lo que había sospechado desde un principio: Argentina no solo era un país abierto a los extranjeros que tengan la intención de habitar en suelo argentino, era también un lugar en donde los pelotudos tenían la posibilidad de hacer carrera y recibirse con honores.
Lo cierto es que este relator rioplatense (que había venido desde el Uruguay, no con la idea de poner el hombro como tantos otros de sus compatriotas, sino con la intención de transformase en un monigote, o en un eunuco locuaz al servicio del gobierno), una vez más conseguía su objetivo. La verdad es que este barrilete de cartón corrugado, este tipejo de grandes dimensiones, este ta-ta-ta-tartamudo de la vida, volvía a provocar que me vuelva a dormir con un humor de perros.
Al otro día, para mi sorpresa, el espejo no sólo me devolvió ese extraño gesto, sino que además observé como una arruga me atravesaba en toda la frente. Azorado y sin saber qué hacer, intenté quitármela ejerciendo presión con las yemas de los dedos, pero luego de unos instantes, lo único que conseguí fue dejarme la frente roja como una amapola.
Con fastidio, me acerqué hacia la cocina y me preparé un café, y cuando éste ya estuvo listo, vi que el reloj me alertaba de que debía apresurarme si no pretendía llegar tarde al trabajo. Entonces tomé el café de un sorbo y el líquido caliente atravesó mis entrañas provocándome una puteada que se escuchó en toda la cuadra. Como era de suponer, llegué tarde al trabajo, mi jefe me miró sin saludarme, y el buen humor siguió brillando por su ausencia.
De nuevo en casa, una vez más recurrí al periódico con la idea de recuperar la sonrisa, pero otra vez este gran pelotudo oficialista hacía gala de su exquisito sentido del gusto y de su asombrosa elocuencia y esta vez nos hablaba de los balcones de las villas, de la dignidad y de muchas otras cosas importantes, que en su boca se transformaban en palabras superfluas y banales; en intensiones de resaltar un populismo absurdo, que hacía de la dignidad un camino irreversible, y de la pobreza, el beneficio de unos pocos.
Sin embargo, al finalizar la nota y luego de darle vueltas al asunto, me negué rotundamente a permitir que una vez más un pelotudo de estas dimensiones me haga a ir a la cama con cara de culo; cerré el periódico y la imbecilidad humana fue reemplazada por un pensamiento más grande y más poderoso: Argentina…
No tengo dudas que al referirte a un mercenario de la imbecilidad hecha palabras vacías, pero chupamedias del gobierno de turno, estarías hablando de Víctor Hugo Morales y está interpretación corre por mi cuenta y cargo. No creo que haya en Argentina un tipo tan repugnante como este militante del populismo absurdo y corrupto. Si me equivoqué al interpretarte, no creo haberlo hecho al asociarlo con Víctor Hugo Morales.