Raro…

Desde hace algún tiempo no descanso bien; no lo hago y pronto la mañana me hace saber que estaré fastidiado: un dolor de cabeza acaba con las intenciones del día anterior y tengo que hacer un pacto con el demonio si pretendo lograr que el malestar desaparezca. Es verdaderamente un fastidio. No solo pierdo toda la mañana sino que las energías me abandonan tan rápido que por las tardes soy como un globo que se pierde en el cielo abierto sin dejar ningún  rastro. Lo más grave es que mi apetito también se ha visto afectado y, por esta razón, cada vez que me miro al espejo me cuesta reconocerme: no solo me veo más flaco sino que me ha aparecido una pequeña mancha en la punta de la nariz que antes no tenía; que no tenía o que no veía. No, esto antes no me pasaba; me despertaba con ilusión y esa sensación me acompañaba hasta que llegaba la noche. No me pasaba aunque si reconozco que ilusionarse no es fácil. No lo es y no ya por una cuestión de esperanza, sino porque vivimos atravesados por miles de sensaciones que nos llevan a sentir lo contrario. En mi caso era suficiente con encontrar un sinónimo o poner un punto  en lugar de una coma.

Tengo un amigo que la mayoría de sus problemas lo resuelve con el psicólogo. La dependencia con la psicología es casi absoluta; con ésta porque no duda en cambiar de especialista cuando siente que no es escuchado como se merece. Digamos que para él los psicólogos son los poseedores de un saber que le permiten soportar el presente: el trabajo, las relaciones de pareja, la vida social, todo;  todo está en manos de su terapeuta de turno. Y entonces éste le dice cuatro cosas y pareciera que por unos días la cosa funciona, pero no pasa mucho tiempo hasta que se busca otro. Lleva así desde hace varios años: consultando psicólogos que le duran hasta que éstos se quedan sin argumentos.

Y lo cierto es que mi amigo es un caso perdido. Él y todos aquellos que adoptan la psicología como una muleta insustituible. Lo están porque el problema no es en las cabezas sino en la cabeza. Quiero decir en ese cerebro que nos atrapa cuando nacemos y sin darnos cuenta nos aporta todos los elementos que pronto darán como resultado nuestra personalidad. Una personalidad que nos acompañará el resto de nuestra vida.

No sé, tal vez si el terapeuta se olvidara por un momento del reloj y en lugar de pensar en su paciente pensara en la persona. O,  si en lugar de intentar analizar con la teoría se diera cuenta de que esa misma teoría no es más que una herramienta para hacer que nada cambie. Pero el terapeuta jamás tendrá el valor de decirle la verdad a su paciente; jamás le dirá: mira fulanito o fulanita, la verdad es que no es mucho lo que la psicología puede hacer por usted; y si bien ésta es una disciplina que fue creada y sustentada a partir  del análisis de distintos comportamientos humanos, estos resultados o estas teorías no son más que ideas abstractas; trabajos hechos por grandes especialistas que pueden mejorar algunas cosas, pero que en realidad resultan insuficientes (que resultan insuficientes cuando vivimos en un mundo que está completamente desbordado). No, un psicólogo con gafas, limpio y de aspecto inteligente nunca diría algo así. Ya  que de hacerlo no solo se vería obligado a reconocer la inutilidad de su teoría sino que se estaría cavando su propia tumba. Aunque si lo pienso bien, tampoco estoy tan convencido de que este ser dotado de sapiencia y poseedor de las mejores intenciones sepa realmente cual es el problema. No lo estoy porque al igual que el paciente adquiere una dependencia con el psicólogo, éste la tiene con sus teorías; y en ese juego de idealizaciones, la verdad, no es más que una palabra ingenua que va de un lado otro buscando al pensador de turno.

Y no es que esté en contra de la psicología, o que mi amigo haya influido en mis determinaciones, pero sí que no creo demasiado en sus resultados. No creo porque veo que sus herramientas no apuntan a resolver  el problema sino en convencer a la víctima –en este caso mi amigo– para que vuelva a funcionar; quiero decir para que vuelva a ser productivo. No creo, además, porque estoy convencido de que su necesidad dentro de la sociedad (una sociedad de consumo), es al mismo tiempo la razón de su éxito y de su fracaso: de su éxito porque las universidades y en particular los gobiernos se benefician económicamente de esta carrera; de su fracaso porque la veo como un conjunto de ideas que hace cómplices a los especialistas que, atrapados en su ego, se prestan a un juego peligroso en el que los seres humanos no tienen ninguna posibilidad de salvarse.   

Claro que los psicoanalistas pueden decir y con razón que Freud analizó al individuo y a la sociedad brillantemente. O decir que su esfuerzo por estudiar al ser humano no acabó en desnudar al hombre a través del aparato psíquico, sino que desde éste se lanzó a investigar cómo funciona la psique del hombre en relación con el otro y con el mundo. También podrán agregar que están  absolutamente de acuerdo con su maestro cuando dice que la moralidad tiene algo de imposición; y que la conciencia moral echa raíces en la parte reprimida de la sociedad y que, cuando la población deja de pensar por sí misma y, en su lugar, deposita su guía en un único líder, un superyó grupal se impone sobre el yo. Y no es que yo ahora me ponga a favor de Freud o me proponga resaltar alguna de sus conclusiones, pero esta sensación que me atraviesa desde algunos días viene por ese lado; quiero decir tiene algo de amoral.

Sí, yo creo que este malestar comenzó o se hizo más fuerte cuando hablé por teléfono con mi madre la semana pasada. Digo creo porque no estoy tan convencido de que ya existiera. Y si no lo estoy es porque soy de los que cree que el hacer lo que a uno le gusta lo protege de las cargas negativas o de esas cosas que te desestabilizan. El asunto es  que me contó que había ido al médico y que éste ya se había ido. Se fue y como es lógico mi madre lo primero que hizo fue pedir una explicación: ¿cómo puede ser que el médico se haya retirado de su consulta cuando sabe que tiene una cita? Pero lejos de responderle como esperaba, la empleada (una joven algo despistada) le dijo que el médico ya se había marchado y que viniera otro día. Entonces, mi madre, una mujer de más de 70 años, le preguntó: (con la mayor serenidad que pudo mostrar) ¿Vos sabés cuánto tiempo me llevó llegar hasta acá? ¿Tenés idea de dónde vengo? Y no conforme con el escaso interés mostrado por la joven (que insistía en decirle que no podía hacer nada), le pidió que por favor la pusiera en contacto con alguien responsable. Claro que una vez sobrevivida una situación así se dice fácil. Incluso hasta se puede sonreír y agregar que te atienden como se les da la gana. Pero esto es algo que pasa con frecuencia y pasa porque hay un engranaje de la sociedad que se ha roto, y como se ha roto no solo afecta a una parte de ésta sino a todo su funcionamiento. Quiero decir a la cobertura médica que jamás se molestó en llamar a mi madre para informarle que ese día el médico se iría más temprano, al médico que jamás se le habrá pasado por la cabeza que mi madre necesitara de su ayuda, a la secretaria que nunca se preguntó si mi madre sufriría algún tipo de afección cardiaca.  El engranaje se ha roto y esto que nadie parece capacitado a reparar es una palabra; una palabra que muchos se apresuran a llevarse a la boca y que sin embargo ha provocado las más grandes obscenidades. Y lo cierto es que mientras mi madre me hablaba a través del aparato yo no hacía más que sentirme culpable. Culpable por elegir una actividad que no los podía ayudar en nada. Culpable por tener sueños demasiado grandes. Culpable de estar lejos y de no poderle transmitir la impotencia que sentía cuando me contaba lo que le había pasado. Culpable de no ser el hijo que ella hubiera preferido.

Y sí que últimamente me vengo sintiendo un poco raro. Raro porque veo que con hacer lo que me gusta no es suficiente; raro porque advierto que con mi salvación no alcanza. No alcanza  porque existe un mundo y en él la gente está obligada a interactuar y  a relacionarse; a mirarse a la cara y a reconocerse. No alcanza porque yo necesito del otro tanto como el otro necesita de mí; porque el otro no es otro sino que soy yo mismo con otro rostro; el otro no es mi enemigo sino mi custodio: ese guardián que está para cuidarme y para velar por mí cuando me siento solo.    

Sin embargo, hoy no somos más que sujetos sin objeto, quiero decir personas liberadas chapoteando en un río crecido e incapaz de regenerarse. Incapaz porque ya no tiene más nada para ofrecer. Y en este escenario, no somos más que teleobjetivos que todo lo convierten en obsceno y pornográfico. Claro que necesitamos saber y que ese saber nos lleva a caminar con mayor seguridad. Pero lo cierto es que hoy nada es más falso que esa palabra. Falso porque la información ha sustituido al saber y en ese espacio el hombre no es más que un aparato digitalizado que avanza a gran velocidad con el único objetivo de estrellarse. Falso, porque la falta de sentido nos ha sometido a una constante ambivalencia: nada es realmente como lo vemos o como lo imaginamos, y desde esta falta de objetividad, ya no hay nadie que parezca apto para responder con algo de coherencia.

Y si que no puedo negar que en los últimos tiempos me cuesta apartarme de esta rareza. Me cuesta porque adónde voy me acompaña una sensación de suciedad que no me deja estar tranquilo; no me deja porque la culpa pasa a ocupar el lugar reservado para la creatividad y por un buen rato mi cabeza se pregunta cosas que no encuentran respuesta. Al final la culpa le da paso a otra palabra y llego a la precaria conclusión de que mientras ésta exista (al menos de la manera que viene existiendo), nadie estará a salvo. No lo estaremos porque para avanzar, antes tendremos que mirarnos a la cara y aceptar que el bien y el mal no están separados, sino que vienen juntos en el mismo envase. Una vez hecho esto, recién ahí, podremos despojar a la moral de su pedestal y hacer de ella un semblante menos pretencioso, o un rostro al que no nos de vergüenza mirar…