El amor…

Hablar del amor es hablar del otro, es salirse de uno mismo y entenderse como parte de una comunidad; es estar ligado o más bien ser una parte de algo que una vez estuvo unido. Y a pesar de que la ciencia insista con su escepticismo, la metafísica nos viene a decir que el amor es sentir cosquillas en el estómago.  

Pero para hablar del amor, tal vez deberíamos comenzar por occidente que, además de crear la palabra, inventa el mito del deseo como falta; y nos dice que hombres y mujeres provienen de una  unidad primitiva, eliminada por los dioses enojados por su insolencia de gozar de su totalidad perfecta; a partir de entonces somos fragmentos, trozos, pedazos, intentando recomponer esa unidad primitiva. Luego la religión decide establecer que el deseo es peligroso para el orden social y entiende que para avanzar es necesario reducir la potencia de lo femenino y, para ello, carga con la culpa y hace del amor un contrato. El deseo queda encerrado en el artificio cultural y el placer de la mujer aniquilado.

Pero si avanzamos en serio y dejamos de lado la superchería, encontramos que la filosofía nos dice que el amor no es más que literatura; un relato que se encuentra recogido en los grandes nombres y al que vamos alimentando con nuestras propias relaciones, y en el que pasamos a formar parte de un dispositivo; un mecanismo que nos sujeta y que nos hace preguntar hasta qué punto somos libres cuando nos enamoramos.

La ciencia en cambio intenta explicar al amor desde la razón, y para eso se limita observar el funcionamiento biológico del organismo, y entonces nos dice que la atracción entre dos cuerpos se debe a una reacción química, producto de la liberación de feromonas o sustancias producidas por nuestro cuerpo que se propagan a través de la transpiración y que dan como resultado la aparición de emociones positivas, de la excitación, del coito, y de todo lo que eso conlleva. La ciencia no tiene ningún interés por las otras posturas.

Pero la metafísica insiste, y nos dice que con la biología no basta, y que para entender la zozobra que produce el amor no es suficiente con el empeño de la ciencia (que entiende al amor solo en términos racionales), sino que más bien al experimentarlo nos convertimos en cosmonautas sobrevolando un espacio en el que el amor se revela como un universo habitado de infinitas posibilidades.

Por ello, para responder a la pregunta sobre el amor, tal vez solo debamos fijar la mirada en su representante más fiel: la poesía. Quien se encargó de elevarlo y desde lo más alto desencadenó un manantial de frases inmortales; frases que llegan hasta hoy arropadas de imágenes en las que el amor es suficiente para justificar cualquier proeza; palabras que cantan y bailan, y en el que el ritmo del hombre, por primera vez, logra fusionarse con el ritmo del universo.

El hombre sueña y tienen lugar las tragedias, la epopeya, la épica, los romances, los clásicos. El hombre escribe sobre el amor y entonces descubrimos que todos somos Adán y Eva, todos somos Don Quijote y Dulcinea, todos somos Romeo y Julieta. El hombre homenajea al amor y, al hacerlo, alcanza la inmortalidad.

Hoy la ciencia pareciera tener la última palabra y, cuando hablamos de amor, no nos queda más remedio que exponernos a la razón o imaginarnos frente a la  enorme lente de un microscopio; un aparato que a pesar de su insistente interés por extraernos información, jamás podrá explicar porque cuando amamos sentimos mariposas en la panza…

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