Primavera…

Las luces de la mañana despuntaron con fuerza y abrí los ojos con la certeza de que algo no andaba bien. Froté ambas manos sobre mi rostro y luego de unos instantes volví a estar con la nariz sobre la sábana. De la tela se desprendió un perfume y, junto a él, el semblante difuminado de una mujer. 

Algo confundido y con la cabeza que me iba a estallar, volteé el cuerpo hacia ambos lados en busca de esa imagen que segundos antes me había sorprendido; tratando de perseguir la estela de ese olor que aún se mantenía vivo por toda la habitación. Pero no solo no recordé nada sino que tuve que tocarme para comprobar que no estaba soñando.  

No conforme con eso dirigí la mirada hacia la luz que se filtraba por la ventana y me mantuve pensativo con la cabeza en la almohada. Y a pesar de que ésta mostrara claras intenciones de colaborar fue incapaz de despertar alguna imagen. Y en su lugar, me hizo reparar en que había dejado de llover.

La primavera acababa de llegar y pensé que tal vez –ahora que ya no llovía– lo mejor sería  aprovechar la mañana. Pero pronto desistí de esa idea cuando, al volver a rodar la cabeza sobre la almohada, observé que el reloj mostraba que aún era demasiado temprano. A pesar de ello y, sin estar del todo convencido, me incorporé y me senté a un costado de la cama. Estaba desnudo. Completamente desnudo.

Dispuesto a no resignarme del todo, me incliné sobre el colchón e intenté encontrar un indicio, un pelo, una partícula, una señal, algo que me demuestre que no me estaba volviendo loco. Más que nunca necesitaba confirmar que ella había estado allí, conmigo, en la cama. Pero después de unos pocos minutos el misterio, una vez más, se transformó en incertidumbre y como era previsible, seguía sin encontrar una respuesta. Finalmente, camine desnudo hacia la ventana y corrí la cortina. Luego la habitación volvió a quedarse a oscuras.

Con la penumbra invadiendo todo el cuarto y el silencio procurando apartarme de mis cavilaciones, continué acostado con la intención de pegar un ojo. Sin embargo me resultó imposible: las agujas del reloj avanzaban con indiferencia y yo podía notar como el dolor de cabeza crecía por la falta de sueño. Era evidente que necesitaba descansar un par de horas, o al menos un rato; y para ello debía mantener los ojos cerrados y tratar de no pensar en nada. Pero por más que lo intentaba, una y otra vez, su rostro difuminado se paseaba sobre mi cabeza, una y otra vez, su imagen inacabada y caprichosa, no hacía más que  fastidiarme.

Extenuado y con los ojos abiertos como dos platos, me resigné a vivir esa situación durante un buen rato. Qué otro remedio me quedaba. Y de pronto, mientras miraba al techo, recordé una vieja conversación que había tenido lugar hacia tiempo, una noche en una fiesta con gente que desconocía.  Entonces un tipo –un gordo de unos 50 años–, vestido de esmoquin, comienza a contar una historia, nada especial, lo que sí recuerdo es que a medida que la contaba, vaya a saber por qué, yo me veía reflejado en el personaje:

–Carlos mi amigo ‑dijo el gordo, con una sonrisa en los labios y un aire de importante‑. Divorciado, 48 años, abogado, una carrera prominente, mucha plata –bebió un trago de whiskey–. Casa en Punta del Este, viajes a Europa, tres o cuatro veces al año, tarjetas de crédito de todos los colores, todo, todo lo que te puedas imaginar, lo que se dice un hombre sin problemas; pero con una gran debilidad –hizo una pausa y enterró un dedo gordo en el vaso, y luego le dio vueltas al hielo hasta que al cabo de unos segundos, sentenció– a Charly le encantan las pendejas. –En aquel momento todos los que estábamos a su alrededor lo miramos, y al notar que no había descubierto América se defendió–. Sí es verdad, a todos nos gustan las pendejas, pero ésta apenas tenía 17 años; además este boludo, este papanatas, se la fue a buscar a Cuba –añadió riéndose como un payaso–. Recuerdo que me dieron ganas de agarrarlo por el cuello, que carajo sabía el gordo si yo estaba casado con una cubana; además una hija de puta podías encontrarla en cualquier parte, no necesitabas hacer un viaje tan largo para que te dejen tirado. Pero como no conocía a nadie opté por mantener la boca cerrada–. A cuba –repitió el gordo con un balanceo de manos y abriendo la boca como un hipopótamo–. A Cuba… –continuó repitiendo sin parar de descojonarse–. <Menos mal que era su amigo> –pensé. Pero lo cierto es que además de tener ganas de darle una buena trompada, no podía negar que estaba intrigado por conocer el final de la historia. Bueno –dijo el gordo–. Como les decía, resulta que Charly había viajado varias veces a Cuba y en uno de esos viajes conoció a una piba, una negrita, una mulatita de estas –hizo otra pausa–. Lo típico, ella lo miró con carita de ángel y este se volvió loco, y se calentó tanto que al poco tiempo de volver a Buenos Aires regresó a Cuba con un certificado y un pasaporte –meneo la cabeza–. Falso, legal, en realidad no lo sé; tenía contactos. Abogado, conocía mucha gente, y entre tanta gente nunca falta alguien que te quiera hacer algún favor; y aunque no lo crean, yo aún no sé cómo lo hizo; Charly, mi amigo, la sacó de las garras de Fidel –celebró el gordo abriendo los ojos y haciendo un gesto con la boca–. Si cuando lo vi con la copa en la mano y ese aspecto arrogante me dio la impresión de charlatán, ahora estaba convencido de que el gordo era un fantasma total. <Charly, mi amigo, qué risa; si dan ganas de ponerle una manzana en la boca y quitarle esa sonrisita idiota> –me dije. Pero si había llegado hasta ahí no podía perderme el final. Resumiendo –dijo–. Llegaron a Buenos Aires, se instalaron en un barrio privado y al poco tiempo se casaron; luego ella se quedó embarazada de gemelos y vivieron juntos durante un par de años hasta que un día la cubanita se enganchó con su profesor de tenis, un mulatito joven y guapo como ella y, como era de suponer, lo dejó en pelotas. Se quedó sin su casa de Punta del Este, sin sus hijos, y pagando una pensión de 3.500 pesos –concluyó el gordo moviendo la cabeza y sin apartarse de esa sonrisita que lo convertía en el personaje más pintoresco de la fiesta.

Quitando el comentario xenófobo del final y dejando de lado ciertos pormenores que uno siempre desconoce; la verdad es que la cubana no se portó muy bien con el amigo del gordo; y si bien entre el abogado y ella había una diferencia de edad considerable, me imagino que éste se jugó más que el pellejo para sacarla de Cuba: su trabajo, su libertad, el nombre, no sé; lo cierto es que por un tiempo esa conversación se me había quedado grabada, tan grabada que cada vez que pensaba demasiado rato en una mujer, en algún rincón del cerebro se activaba una especie de mecanismo de defensa que sin pretenderlo me convertía en un hombre solitario, un ermitaño, un anacoreta, y atrincherado  en mi refugio dejaba pasar los días hasta que después de unas semanas todo volvía a la normalidad.

Por otra parte pensar en una mujer, era pensar en el amor; sumergirse en un universo intrincado y complejo del que todo hombre se siente atraído. Y si bien es verdad que había heredado por parte de mi madre un lado racional muy fuerte (como buena  alemana rara vez exteriorizaba sus emociones y nunca sabía  lo que estaba pensando), esta curiosidad me acompañó toda la vida. Y a pesar de que mis amigos se enfadaran conmigo en ciertas discusiones: el fútbol, la política, el sexo, y les reventara que yo solo me limitara a dar mi opinión, en lugar de expresarla abiertamente o con la pasión que ellos lo hacían,  las mujeres nunca dejaron de interesarme.  Reconozco también que, tal vez, en algún momento de mi vida la conversación de la fiesta  supo afectarme (lo cual era normal ya que siempre me consideré una persona reservada y sensible); pero lo que hizo que el interés por el amor se fuera transformando no fue esta conversación, ni tampoco un desengaño amoroso. Simplemente entendí que iba en contra de mis intereses. Y como todo buen escritor que se precie de serlo decidí convertir este sentimiento en una simple distracción, en una distracción sexual; la única capaz de hacerme perder la cabeza. Y lo cierto es que con el tiempo, acabé por convencerme de que no estaba hecho para compartir mi vida con nadie. El amor dejó  de formar parte de mi vida y se transformó en apenas una palabra, un deseo, parte de un proceso biológico al que me veía obligado a responder, sin otra intención que la de saciar una necesidad.

Volví a mirar el reloj. El tiempo avanzaba y no podía quitarme esa imagen difuminada de la mente. La cabeza se me partía de dolor y sentía como la sábana húmeda se me pegaba al cuerpo. No hacía más que dar vueltas en la cama y acabé en el único pedazo de cubierta que permanecía seco. Pero pronto comencé a sudar y a notar como las gotas atravesaban mi  cuerpo y se pegaban  al calor de la tela. Tuve miedo. Y por un momento creí estar delirando. Finalmente llegué a la conclusión de que la imaginación junto a mis deseos inconscientes de encontrar a una mujer habían ido demasiado lejos.

Instantes después estaba parado frente a la nevera con una botella  de agua en la mano.  Recuerdo que bebí enérgicamente. Luego la lluvia volvió a caer con fuerza y ese gemido provocó que mi vista se dirigiera hacia la ventana. Una vez más pensé en esa mujer, y una vez más supuse que me estaba volviendo loco. Pero en lugar de insistir con esa imagen, entendí que eso ya no tenía demasiada importancia. Real o ficción, esa situación  había cambiado las cosas para siempre; de verdad o de mentira, ese hecho me paraba frente a la vida como un hombre de cuarenta años solo y con deseos de encontrar a una persona.  

De repente, el sonido de la campana de una iglesia que provino de la calle pareció insistir en esa idea y no tuve más remedio que reírme. Me reí y como estaba desvelado caminé hacia el salón con la idea de tomar un libro. Y ya cuando estuve sentado y a punto de comenzar a leer las primeras líneas, vi que de la mesa pequeña del salón asomaban una botella de vino y dos copas.

Y entonces me levanté como un resorte del sillón y me dirigí hacia allí sin perder un segundo. Luego tomé una de las copas y permanecí de pie, atraído por el tímido rastro carmesí de unos labios pegados al borde del cristal. Segundos después, su rostro se iluminó y al fin entendí porque no había podido volver a conciliar el sueño…

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