Una noche, navegando por internet, dejándome llevar por la apatía y el aburrimiento que, en ocasiones, nos detienen en lugares impensados, me encontré frente al filósofo Aristóteles que, con la sobriedad que lo caracteriza y muy lejos del sentido de la palabra que acababa de descubrir, para mi sorpresa, me detuvo frente a la imagen de una persona que, por esos raros designios del destino, me tocaba de manera directa.
Ese mismo día, pero en la tarde, me paré por unos segundos frente al televisor con el control remoto en la mano, y entonces observé que un mismo rostro se repetía en diferentes canales; y con pocas o ninguna intención de continuar frente a ese rostro, pude notar como se preparaba para hablar, alcancé a ver como se acomodaba frente al micrófono y, protegida por la imagen de una mujer con rodete, se dirigía a un público fervoroso que la alentaba como lo hacen en la cancha: con sentimiento, con rima, con fanatismo.
Sin pretenderlo, por esos misterios de la vida, las pocas imágenes que tenia de la mujer del rodete (esa que hoy descansa placida y victoriosa en un billete de cien pesos), comenzaron a florecer en mi cabeza; las viejas escenas de la Plaza de Mayo cubierta de gente, acudieron hacia mí como si yo también hubiera sido parte de aquella fiesta popular y multitudinaria. Sin embargo, ver ese rostro pálido y moribundo, no fue lo que más me llamó la atención, tampoco desvelar las intenciones que se escondían detrás de esa mujer que había sabido coquetear con ciertos personajes oscuros de la época; muy por el contrario, mi intensión se centraba en descifrar lo que se ocultaba detrás de esa expresión que la había convertido en mito; mi objetivo era entender como a través de ciertos ademanes cargados de intencionalidad y no exentos de angustia, esta mujer, esta actriz que, entre otras cosas, solía llamar a su pueblo “cabecitas negras”, supo despertar entre la multitud un amor que, aún hoy, sigue tan vivo como entonces.
Mi mayor curiosidad pasaba por intentar comprender como este modelo de actuación había llegado a convertirse en el espejo que luego otras mujeres adoptarían para llegar a la masa, y una vez más la imagen de la presidenta creció con fuerza en mi cabeza; una vez más esos gestos me confirmaban que esa mujer hablando frente al televisor, no sólo había estudiado bien su papel, sino que además ese personaje la convertía en la actriz mejor paga de toda la Argentina.
En ocasiones un buen libro, o como en este caso internet, es la manera ideal que uno encuentra para evadirse, para romper con esa propaganda política, para alejarse de toda esa programación proselitista y mal intencionada que llevan a cabo algunos gobiernos que lo único que buscan es lavarnos el cerebro; y así, navegando a la deriva y sin más intensiones que las de encontrar un islote o una isla desierta, me crucé con el maestro de Alejandro Magno, que en su libro Retórica nos habla del vocablo Pathos: “Pathos es el uso de los sentimientos humanos para afectar el juicio de un jurado”.
Y si bien reconozco que en principio esa frase no me decía demasiado, esas palabras me conectaron con el discurso de la presidenta que, a pesar de su elocuencia característica, no me permitía comprender porque la mente me estaba jugando una mala pasada y, en cambio, me obligaba a revivir una perorata que no tenía intenciones de recordar.
Pero instantes después logré apartarme de esa cháchara anodina y vacía y volví a las palabras del gran maestro del Reino de Macedonia: “un uso típico sería intentar transmitir a la audiencia un sentimiento de rechazo hacia el sujeto de un juicio para intentar con eso influir en su sentencia”. < ¿Un sentimiento de rechazo?> -pensé. Para luego llegar a la desalentadora conclusión de que esos argumentos no escapan a la mayoría de los hombres que hacen uso de la política, quienes a través de los errores de sus adversarios pretenden diferenciarse, y con esto hacer creer a la masa que ellos tienen la solución a todos sus problemas.
Entonces continúe leyendo invadido por la curiosidad y abrumado por una extraña sensación de tener algo entre mis manos, algo parecido a una verdad que no se alejaba de las intenciones del discurso, pero más tenía que ver con la caracterización, que con el resultado final; más tenía que ver con el disfraz, que con el aplauso desmedido; continué con la mirada atrapada en el texto y luego de una larga cavilación volví a leer: “todo lo que se siente o experimenta: estado del alma, tristeza, pasión, padecimiento, enfermedad…”.
–¡Dios! –pronuncié en voz alta–. ¡Patética! –repetí exclamando.
Y entonces las imágenes de la mujer del rodete volvieron a surgir dentro de mi cabeza, y los gestos y las expresiones elocuentes de la otra que horas antes había estado hablando por televisión ratificaron una conclusión triste y lapidaria: “un pueblo sin educación está condenado a soportar las argucias del comediante de turno…”
Luego, una vez más volví a sumergirme en el silencio, una vez más noté como todo mi cuerpo se aflojaba; como los sentimientos acalorados de la bronca, una vez más, cedieron ante las frías sensaciones de la impotencia y de la desesperanza. Sin embargo, fueron estas mismas húmedas y tibias manifestaciones del dolor, las que me transportaron de norte a sur, de este a oeste, a lo largo de la extensa y pisoteada tierra Argentina que, para mi asombro, a pesar del despilfarro, a pesar de la fiesta y los papelitos, continuaba tan verde y resplandeciente como siempre.
Finalmente, volví a quedarme a solas con el filósofo griego, que aguando toda posibilidad de optimismo, pretendió hacerme reparar en su última frase. Y entonces, haciendo gala de un alumno aventajado accedí a las intenciones del maestro, y esta vez mi mirada se detuvo en la palabra “enfermedad”. Fue en ese instante, cuando todo mi cuerpo se cubrió de miedo, cuando una brisa helada me alcanzó y junto a ella las distintas imágenes que marcaron el curso de la historia Argentina; los distintos retratos de hombres patéticos cargados de soberbia, los miles y miles de rostros indefensos sepultados por el egoísmo y la vanidad; los millones y millones de víctimas que confiaron en esa clase de políticos que, alimentados por una insaciable sed de poder, supieron disfrazarse de corderos para descargar sobre ellas toda su miseria…
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