Pancho…

El campo amaneció más verde aquella mañana. La estación de las rosas daba sus primeros pasos y el sol suspiraba ansioso sobre ella. Esta aventura tenía lugar año tras año y Pancho, el noble caballo del lechero, lo sabía. Era domingo. Un buen día para dar comienzo a la primavera.

Lo primero que hizo fue dirigirse a la laguna y refrescar sus patas. Luego comenzó a beber agua y mientras lo hacia su larga cola comenzó a balancearse con gracia. < ¡Ah, que fresca está el agua! –pensó–. Tengo ganas de beber hasta reventar como un sapo>. Entonces relinchó de alegría y bebió hasta que estuvo totalmente satisfecho.  

Al Salir del agua sintió ganas de correr por la espesa hierba. Brincar era en lo único que pensaba. El invierno había llegado a su fin y tenía ganas de celebrarlo. Su entusiasmo era tan grande que unos gorriones que se refrescaban, se asustaron cuando Pancho sacudió el hocico haciendo un ruido con sus belfos que pareció burlar al silencio. Éstos volaron en bandada y, al hacerlo, ese sonido acarició las orejas del caballo que balanceó la cabeza de arriba hacia abajo batiendo las crines y mostrando los dientes.

Y entonces Pancho llevó acabo su deseo y comenzó a trotar por el extenso campo; dando zancadas y llenándose los pulmones con el olor de la primavera. No parecía cansarse y brincaba y brincaba sin pensar en otra cosa. Brincaba para que el mundo se entere. Para que éste sepa que la felicidad está en correr por la hierba y disfrutar de la naturaleza.

Una pareja de zorzales que también pasaban por ahí advirtieron la felicidad del caballo y se mostraron felices, y al ver como éste no paraba de manifestar su libertad cantaron a coro y revolotearon sobre su cabeza. Pero pancho parecía no darse por aludido y, en lugar de escuchar su canto, corría de un lado a otro como un loco.

Fue entonces cuando se paró de repente y advirtió que estaba completamente desnudo, que no debía tirar del carro, ni llevaba bocado, riendas, anteojeras, ni nada sobre su lomo. Fue ahí cuando le dieron ganas de cantar, de agradecer a los pájaros y a la vida por esa mañana que se mostraba clara y amigable. Pancho era todavía un potro vigoroso y su relincho enérgico así lo demostraba.  

Luego pastó por un largo rato y se preguntó por qué todos los días no podían ser como ese. Y antes de que la respuesta lo decepcionara, volvió a darle un mordisco al tallo de hierba, que sabía tierno y dulce, como ese instante que, una vez más, lo atrapaba.

Y el día se fue apagando y, poco a poco, el domingo se sumergió en un letargo húmedo y silencioso. El sol cayó tibiamente y el horizonte tiño de fuego el cielo. Pancho observó la extensa llanura y la sombra de los juncos al borde de la laguna, oyó el cantar de los grillos y el revoloteo de unos tordos en la copa de un sauce. La luna daba fin al domingo y al otro día había que volver al trabajo. Pero pancho, el joven alazán del lechero, no pensaba en nada y su imagen se alzó viva en la inmensidad de la pampa…

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *