Malena…

Aquella noche avancé bastante. Llevaba días atrapado en el irregular traqueteo de la máquina y solo bajé para comprar cigarrillos. El tiempo había hecho bien su trabajo y yo me entregaba a ese lento deterioro como aquel que sabe que no tiene remedio; las ojeras lucían más hinchadas y en mi rostro se dibujaba una sombra pronunciada que me daba un aspecto duro, siniestro, como esos personajes que me quitaban el sueño.

Agotado, me detuve frente a la máquina de escribir y observé que el reloj marcaba la medianoche. Pensé que tal vez sería bueno salir a dar una vuelta y enterré el último pucho en un cenicero atestado de colillas. Caminé hacia el baño y frente al espejo tuve la impresión de haber envejecido diez años. Ver aquél rostro en el cristal fue como encontrarme con un amigo después de un tiempo y notar que los años habían pasado, que la vida es solo un momento y que la muerte es la única certeza empañada detrás de un montón de palabras absurdas y quimeras sin sentido.

Me lavé la cara y procuré arreglarme un poco. Más que nunca necesitaba salir del encierro. Tomé el primer abrigo que encontré y en lugar de esperar el ascensor bajé por las escaleras. El ruido de los pasos retumbó fuerte en mis oídos y me sentí aturdido. La barandilla evitó que acabe rodando como una pelota de trapo por los escalones y, segundos después, estaba en la calle. Pero antes de tomar cualquier dirección me arreglé el abrigo y me acomodé el sombrero; y mientras lo hacía, una vez más, volví a pensar en el final de la novela: una historia de cuchilleros en la que un malevo de nombre Ferreira recorría los prostíbulos y los cabarés, con un facón a la cintura y dispuesto jugarse la vida con cualquiera que lo mirara más de la cuenta.

Al final decidí tomar por Bartolomé Mitre. La bruma era espesa y casi no se podía ver. Las luces de mercurio iluminaban menos que de costumbre. La neblina acariciaba mi rostro como seduciéndome, y yo avanzaba por ese abismo impenetrable como un espectro: con las solapas erguidas del sobretodo y con la mirada perdida.

En ocasiones un miedo me sobrecogía, y giraba la cabeza en busca de eso imprevisible que parecía ocultarse detrás de la débil luz de una marquesina o del reflejo de un viejo farol, que hacían de los rincones, recovecos oscuros alcanzados por sombras filosas. Entremezclarme con personajes nocturnos, lo hacía aún más misterioso; ignoraba entonces qué buscaba en el peligro que se escondía en cada esquina. Me pregunté si era parte del inconsciente, o si aquél extraño comportamiento estaba justificado por Jung y su teoría de los arquetipos: “Los escritores transformamos las señales en lenguaje”, –me dije. Y sospeché que tal vez el espíritu malevo de mi tatarabuelo rondaba en mi conciencia, convertido en un personaje de ficción y que las señales que me atravesaban no eran más que una verdad atrapada en el tiempo, y yo, el encargado de liberarla.

Qué absurda sonaba esa idea quizás; pero más absurdo era pensar que la realidad tenía un sentido, que las cosas solo podían ser de una manera y que la lógica se paseaba victoriosa por las calles de los siglos escoltada por un ejército de silogismos. Vivía para escribir, para inventar una realidad, un lugar, un mundo y dentro de esa evasión los personajes eran libres y dentro de esa libertad se justificaba mi obra, o mi locura.

Al llegar a Callao me detuve en la esquina. Levanté la cabeza y observé que varios carteles luminosos parecían tiritar de frío.  Esta súbita impresión hizo que me viera desnudo, completamente desnudo y en posición fetal en una plaza desierta y cubierta de nieve. Y azorado por esa última imagen, crucé la avenida sin mirar y seguí por la misma calle. Caminé unos metros y noté como aquella gélida sensación me había sumergido aun más en el gabán que, en lugar de darme calor, pareció transformarse en una fina capa de algodón. Luego continúe caminando a tientas y envuelto en silencios largos. Me resigné a cargar con el frío y me dejé llevar por el eco de mis zapatos que, a esa altura, pasó a ser mi único aliado.

El lugar a donde me dirigía se llamaba “El Cielo”. Oscuro y habitado por hombres sombríos, era el sitio perfecto para perderse entre las faldas de mujeres glamorosas que bailaban en un pequeño escenario de madera. Era el lugar ideal que, mezclado con una buena dosis de alcohol, te sumergía en un letargo dulce y decadente, en un abismo que siempre culminaba en la provocación de un escote acompañado de un perfume barato.

Había atravesado Montevideo y me dirigía al pasaje “La Piedad”. Vagaba como a través de una nube que apenas permitía distinguir las fachadas de los edificios. Por momentos la neblina te hacia desvariar y uno podía preguntarse si estaba caminando en dirección al cabaret o si había llegado al purgatorio. Pero la idea de pensar en rendir cuentas nunca me atrajo demasiado, tenía la garganta seca y lo único que quería era tomar una copa. De pronto noté que alguien se aproximaba por la misma vereda.  El ruido de los pasos se entremezcló con los maullidos de un gato y, como un felino que resurge de la maleza, el rostro aindiado de un hombre se detuvo ante mí y me observó en silencio: sus ojos eran como dos lagos bordeados por estelas de sangre y su pelo era negro y rígido como las plumas de un gavilán; tenía una cicatriz en la mejilla y llevaba un bigote agudo como la hoja de una navaja. De repente el malevo Ferreira pareció cobrar vida y por un instante pensé que sacaría un revolver y me dejaría tirado en medio de esa atmósfera inquietante que envolvía la cuadra como un fantasma sigiloso y cargado de interrogantes.

Luego noté que me observaba intentando percibir algún atisbo de flaqueza. Pretendiendo comprobar que yo era igual de cobarde que el resto. Que el resto de hombres que no eran como él. Fue entonces cuando tuve la impresión de que girábamos uno en torno a otro, como dos gallos de riña, condenados a matarse. Pero aquella visión se disipó cuando aquel siniestro personaje murmuró dos palabras y extrajo un cigarrillo que suspendió delante de su rostro. En ese momento todo quedo en manos de un fuego vacilante que resplandeció sobre nuestras miradas. Luego el humo del tabaco dibujó filigranas y se confundió en la neblina. Ya no podía esperarse nada, nada sino lo peor.

Recuerdo que permanecimos estáticos. Recuerdo también que le mantuve la mirada todo lo que pude. Una vez más pensé en que me mataría. Pero, en su lugar, se rio con desprecio. Luego el olor pestilente de las alcantarillas nos alcanzó y pude ver como su rostro se transformaba. Entonces ya no lo dudé y cerré los ojos. Sin embargo, lo que sucedió después, todavía hoy lo recuerdo con un halo de misterio: una brisa helada nos sorprendió y para mi asombro se llevó las intensiones de aquel insólito personaje.

Repuesto del percance continué mi derrotero y llegué hasta la esquina. Cuando estaba dispuesto a cruzar la calle,  escuché un gemido que provino del interior del pasaje. Me quedé paralizado. El corazón golpeó mi pecho con fuerza y no supe que hacer. Inmediatamente la oscuridad se hizo eco de unas palabras débiles que tomaron la forma de una lamentación y me dejé arrastrar hacia el interior de la arteria vencido por una curiosidad que me ha dominado toda la vida.

Al llegar a la mitad del pasaje vacile un instante, pero la duda se aclaró cuando hice unos pasos más: una mujer agonizaba sobre la vereda levantando una de sus manos en señal de auxilio. Entonces caminé hacia ella y vi que tenía una herida cortante en el estómago. La sangre brotaba con fuerza y se confundía con el color del vestido. Seguidamente utilicé su cartera de almohada y la recosté suavemente sobre las baldosas. Intenté hacer que presionara la herida para detener la hemorragia pero desistí cuando noté que le dolía demasiado. Luego me quité el sobretodo y la cubrí para protegerla del frío. Era preciosa, joven, apenas una niña. Por su ropa supuse que era una prostituta. Pero cuando su cuerpo estuvo completamente tapado y sólo se le veía la cara, sus ojos brillaron con fuerza iluminando todo su rostro. Había dejado de ser una puta y se había transformado en un ángel.

Impotente y afectado por la presencia de esa mujer que se debatía con la muerte delante de mis ojos, pretendí preguntarle qué le había pasado, qué hacía en ese callejón oscuro a esa hora de la madrugada. Pero ya era inútil, sus parpados jugaban a imaginar un lugar distinto, más humano; un lugar alejado de aquel sucio rincón en donde se desvanecían los últimos instantes de su vida. Luego recuerdo que tomé una de sus manos y noté como su pulso se debilitaba y, sin dejar de observarla, intenté imaginar que le había pasado. Entonces vaciló, abrió los ojos con resignación y junto al débil brillo de su mirada se desprendió un último suspiro: “fue Gómez” –me dijo.

Ya no hacía falta que dijera nada más, ni tampoco que intentara describir al hombre que no tuvo piedad en aquel pasaje que desde entonces pasó a llamarse de la muerte. Sin quitarle los ojos de encima deduje que el culpable no era otro que aquel personaje sombrío, que minutos antes me había cruzado en la calle Bartolomé Mitre; ese que me observó con los ojos inyectados en sangre, y que luego de unos segundos se marchó en silencio. “Ferreira se habría batido a duelo por una mujer así”, –me dije. Y mientras el reflejo de un farol llegaba frío y distante, me quedé en ese rostro tibio que se resistía a morir y a ser recordado como el triste final de una pobre prostituta.

Yo era el único capaz de salvarla, de convertirla en la musa de un pintor o en el personaje principal de mi próxima novela. Sólo tenía que darle un nombre. Y así como nacen las historias y cobran vida los personajes, así nació Malena…

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