Me fui una tarde en la que el sol había decidido esconderse, cargando con una valija y una imagen que se resignaba a morir. Partí el día en que un amigo me despidió en el aeropuerto, con un fuerte abrazo y sin saber que me estaba escapando.
Y entonces me subí al avión y me despedí de aquella isla que tanta felicidad me había dado, y desde la ventanilla miré hacia abajo con tristeza, portando un solo objetivo: olvidar. Olvidar su pelo, sus ojos, su sonrisa, su perfume; todo aquello que una vez fue mío, todo aquello que una vez me había deslumbrado.
Y la vida siguió y sin mucho éxito intentó hacerme reaccionar, tratando de impresionarme con nuevos rostros, nuevos lugares, nuevas puestas de sol, con nuevos caminos; pero yo en cambio, seguía atrapado por las memorias y por aquella imagen que había decidido acompañarme la tarde que decidí partir de Canarias.
La vida continuó y lejos de torturarme con pensamientos necios o imágenes que no merecía, una noche se apiadó de mi dolor y entendió que lo mejor era hacer un pacto; un trato que me apartara de todos los recuerdos que no me permitían seguir adelante y, en su lugar, conservar una imagen, esa que nació en la noche de la primera cita.
El pacto fue preservar ese momento, para comprender que la idea del amor perfecto no tenía por qué morir; el acuerdo fue borrar todas las imperfecciones de la pasión, para asegurar ese instante puro, que solo tiene lugar cuando dos almas se encuentran por primera vez.
Desde entonces, la niña que corre detrás de los patos levanta los brazos, sonríe y se trastabilla en el interior de mi cabeza; la imagen de aquella chiquilla rubia que se aleja del lago obedeciendo a la voz de su madre, está gravada en mi corazón, junto a esos recuerdos que jamás podré olvidar…
Los enamoramientos…