La Alameda…

Desde el Piola todo parece más fácil, desde allí soy apenas un observador, un curioso más, alguien anónimo que sobrevuela con la imaginación, un tipo que se deja llevar por el espectáculo que tiene lugar más allá del gran ventanal. Y entonces la alameda se muestra tal cual es, y yo no tengo más remedio que dejarme llevar por ese universo en donde el tiempo parece haberse detenido.

La Alameda es una brisa, un perfume, una fragancia, un devenir natural y somnoliento que me atrapa; un escenario en el que cada uno interpreta su papel, una función en donde la acción no descansa y la parodia se desarrolla: un tullido atraviesa la plaza hamacando levemente su cuerpo; un cuerpo de mujer me arrastra de un lado a otro como un monigote haciéndome perder la cabeza; dos niños celebran un gol con los brazos en alto; una pareja se refugia en un banco de plaza para aclarar sus diferencias. Pero yo no soy el único testigo que se muestra atraído por la función, no soy el único sobrepasado en ese instante: un autobús con turistas se demora en un paso peatonal para no perderse la fiesta.

Los álamos balancean sus copas como un coro que no se cansa de repetir la misma melodía. Los pájaros cantan sevillanas en las ramas de los árboles que responden con exquisita frescura. El viento insiste en llamar mi atención y en su despropósito se enfada con unas hojas secas que se arremolinan con indiferencia en el medio del escenario. Yo solo tengo que dejarme llevar, yo solo tengo que continuar sumergido en el olor del café y en el murmullo imperceptible de la gente.

Pero de pronto esta tranquilidad se ve amenazada; desde una mesa ubicada a pocos metros, una lengua germana pretende romper con la magia y hacer de ese instante único, un ruido molesto y autoritario. Sin embargo, un acto reflejo me aparta y, en lugar de insistir en la necedad, vuelvo a dirigir mi mirada hacia la calle, vuelvo una vez más hacia el ventanal que no tarda en alejarme de ese segundo en el que la prepotencia pretendió acabar con las buenas intenciones de la mañana.

Y poco a poco las mesas se van llenando de color, y el escenario una vez más se va transformando, el día va ganando en intensidad y el trance pareciera alcanzar su punto más alto: una arañita sobrevuela por el bello de mi brazo; tres gorriones mantienen una curiosa conversación con una paloma; el sol dibuja grandes manchas de luz sobre el patio; un hombre se prepara para hacer sonar su guitarra.

Y entonces me dejo llevar por un sopor dulce, por una melodía silenciosa, y me sumerjo en un océano vivo en donde la respiración pasa a transformarse en la mejor sinfonía: unas chicas sentadas a una mesa se muestran ansiosas; unos guiris dejan por un momento de mirar al cielo para enterarse de lo que pasa; un motorista se detiene frente a un jubilado que aparta por un instante la mirada del guitarrista y con una sonrisa le indica la dirección que éste parece estar buscando.

La Alameda brilla como nunca antes, los actores no reparan en su embriagues y en su lugar continúan firmes con sus papeles, prestos a un guion que ha de inmortalizarlos para toda la vida: el guitarrista interpreta su mejor canción; el publico responde con aplausos y con generosidad; los Vencejos hacen volteretas en el cielo; los perros corren de un lugar a otro sin reparar en sus dueños; los niños juegan libres en el parque; las madres, por una vez, se apartan de sus teléfonos móviles y se atreven a soñar con los ojos abiertos.

Desde el Piola todo parece más fácil, la Alameda se muestra tal cual es y yo apenas me limito a dejarme llevar, soy un observador silencioso y agradecido, sin otra intención que hacer de la vida un óleo abigarrado, para cuando la oscuridad me haga saber que, ya es tiempo de emprender el viaje…

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