El tiempo se acaba y en cada frase que escribo busco la inmortalidad. Quiero ser distinto y ese objetivo primario de ser reconocido, es quizás, lo que más me hace sufrir.
Porque mi deseo no es el deseo de un perro, o de un gato, o de cualquier otro animal que, por lo general, desean cosas; cosas que tienen como destino el estómago. Mi deseo a diferencia del deseo de otras especies, es un deseo de dominación.
Según Hegel la historia comienza cuando dos hombres se batieron a duelo en pos de un deseo; en una lucha a muerte que acabó cuando una de esas dos conciencias dejó de desear el deseo del otro por miedo a morir. Entonces ese que resignó su deseo por miedo a la muerte se convirtió en esclavo y aquel en el que su deseo a ser reconocido fue mayor que su deseo a morir se transformó en el amo. El amo que luego (sin quedar del todo satisfecho ya que el que lo reconoce no es ya un hombre sino un esclavo), pone a trabajar al esclavo que, al trabajar con la materia, hace cultura. Y al hacer la cultura desarrolla una conexión con la naturaleza que el amo desconoce; crea un vínculo en el que lo humano se desarrolla y en donde la libertad ocupa un papel preponderante.
Pero esta unión con la naturaleza un día se resquebraja y la libertad es confundida cuando desde afuera me incitan a creer que en el trabajo está la salvación, no por amor hacia mí sino porque eso los beneficia. Y como el fanatismo ocupa todas las esferas de la vida, dejo de mirar en mi interior y transformo esa libertad en una suerte de paradoja que acaba, no solo convirtiéndome en lo mismo, sino que termina por agotarme.
Sin embargo la inmortalidad nunca me abandona. Ésta vive dentro de mí y ese desconocimiento lo hace aún más angustiante. Soy dios y no necesito que nadie me lo confirme. La naturaleza está en mi interior, solo que tengo que volver a creerlo…
La ancestral búsqueda de la trascendencia. El ser humano con conciencia de tal, siempre buscará trascender a su tiempo.
No quiero ser inmortal.