Exilio…

Osvaldo abrió la puerta de su departamento y al entrar encontró una carta en el suelo. Se agachó a recogerla y observó que las estampillas eran de Argentina. Miró los sellos por unos instantes y en su rostro se dibujó una vaga sonrisa. Osvaldo llevaba 8 meses de exilio en Bruselas, y desde hacía tiempo no tenía noticias de su tierra.

A pesar de ello, no se dejó dominar por la ansiedad y atravesó el comedor pensativo y dando golpecitos con el sobre en la palma de su mano; y sin desprenderse de éste, se quitó el saco y lo dejó en un viejo sillón. A continuación, como no estaba del todo seguro de las novedades, colocó la carta sobre la mesa y decidió esperar el momento justo para leerla.

Pronto la costumbre hizo su trabajo y caminó hacia la cocina. Puso la pava y encendió la hornalla. Alargó el brazo en dirección de un grabador que tenía sobre la mesada y, segundos después, comenzó a sonar un tango. Lo hacia todas las tardes. Era como una especie de ritual en donde la voz rasgada de Goyeneche llegaba hacia él en un fraseo inagotable, cargado de nostalgia y de silencio.

Cuando el mate estuvo listo, volvió a tomar el sobre y se dispuso a observarlo. Reconoció la letra pequeña e inclinada de Claudio, pero sus ojos se detuvieron en las estampillas: “República Argentina”, –leyó. Y en ese momento, justo en ese momento, un nudo en la garganta acabó con dos lágrimas que se deslizaron a través de sus mejillas redondas.

Entonces Osvaldo volvió por unos instantes a su barrio, y lo primero que le vino a la cabeza fue la imagen de Tito gritando: CACHURRA MONTÓ LA BURRA. Luego recordó las manos húmedas de María, y ese primer beso en la parte trasera del Ford de su abuelo. Revivió la tarde que el ‘Nene’ Sanfilippo la enganchó de taco ante la salida de Roma. Evocó los días de Tandil, y la emoción de sus padres cuando les contó que comenzaría a trabajar en un periódico de Buenos Aires. Toda su vida. Toda. Estaba contenida en apenas dos palabras, dos palabras que habían sido transformadas por un grupo de militares en un lugar oscuro, lúgubre, del que se desprendían gritos, voces, y sombras expresionistas.

Osvaldo pasó una mano por el escaso pelo que le cubría la cabeza y se sentó en una silla. Encendió un cigarrillo y el humo del tabaco lo conectó con Claudio, y éste con el traqueteo de las maquinas de escribir en el periódico: “La cosa se está poniendo cada vez peor, lo que hicieron con Rodolfo es indignante; para no tener problemas con esta gente hay que dedicarse a escribir realismo mágico. Es una vergüenza. Estamos en la época de la Inquisición…” Osvaldo hizo un gesto de reprobación con la boca y apartó la mirada del sobre. Dio una larga pitada al cigarrillo y continuó leyendo: “Fuerza gordo, por acá todo el mundo te extraña. Los muchachos se ríen cuando les digo que vos sos el único que valía la pena. No aflojes…” Claudio le habló de la amistad que los unía y le confesó también que su mujer estaba embarazada, y que si la criatura era varón se llamaría Osvaldo. Éste volvió a sonreír.

Y entonces Osvaldo se quedó por unos instantes sumergido en el papel, ese pequeño lazo que lo unía a sus recuerdos. Se cebó un mate y notó que el agua estaba fría. Caminó hasta la cocina y encendió nuevamente la hornalla. Miró hacia el aparato balanceando la cabeza y dijo: “Si no fuera por vos Polaco…”

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *