La excusa de pensar siempre puede arribar a una frase o una poesía. La idea de detenerse sobre las cosas no solo puede traer claridad sino despertar la intención de un relato o de una novela; algo que comienza hoy y no termina nunca. Entonces la vida se transforma en un largo bostezo, un naufragio que se revela de mil maneras y que solo tiene lugar en ese océano que nos consume y nos mantiene vivos. Vivos y aferrados a una existencia que es apenas una respiración o un estar ahí, con más o menos fortuna, que depende de esa distancia que nos separa de la costa; de esa costa que solo vemos en nuestra cabeza porque de lo que se trata no es de arribar a ningún puerto sino, simplemente, de dejarse llevar por la corriente.
Así estuve yo una mañana, con el pulso firme y con la mirada puesta en el papel; resistiendo en la peligrosa frontera, atrincherado en mi habitación y, al mismo tiempo, apartándome de todo y de todos. De todos porque la impotencia se hace carne cuando uno ve que la estupidez se elabora en las mejores universidades, de todo cuando uno entiende que los cambios, la mayoría de las veces, son producto del azar y no de hombres que deban ser venerados.
Pero, ¿a quién le importa que escriba? Si es que a mí no me importa que a los otros no les importe que escriba. Sin embargo, ¿cómo evitar que la cabeza siga funcionando? ¿Cómo hacer para que los dedos no se revelen si ellos mismos son también parte de esta condena?
La verdad es que siempre existirá la posibilidad de sentarse junto a la ventana de un bar y ser testigo de todo lo que pasa, o siempre la excusa de escribir en un papel o en una servilleta; la excusa del olor al café porque sé que éste es un disparador poderoso, la excusa del ruido del bar porque es como un despertador que me sorprende y entonces giro la cabeza y, desde ese ventanal que me conecta con una colorida plazoleta, veo a un pibe que patea una pelota, o a una nena que juega con su perro.
La excusa de la calle que me trae la imagen de una anciana que se esfuerza por salir de un taxi, la excusa del humo del cigarrillo que me hace pensar en la enfermedad, esa maldita enfermedad que me pone cara a cara con la muerte. La excusa de los celos, del amor y de la mujer que abandoné porque estaba convencido de que no me convenía; la excusa de la pasión y de ese cuerpo que no me puedo quitar de la cabeza. La excusa de la política, de la injusticia, del hambre, de la desigualdad, del dinero, del poder, de la guerra. La excusa del exilio, ese que me llevó a dejar mi ciudad y a buscar otra, no por desamor sino por el vacío que significa estar solo.
La excusa que no es otra cosa que un hábito del cual no me puedo escapar y que, sin querer, se va transformando en un diario personal en el que voy apuntando todo lo que me pasa. La excusa que, además de una costumbre, es la necesidad de complacer a esa mujer silenciosa, que no me exige nada, y que me convierte en lo que soy…
Comentarios