Te puede pasar de muchas maneras. De pronto te separas de tu pareja; pierdes a un ser querido; o te sientes solo. Te puede pasar de la manera más común o la más insólita: pierdes el trabajo, o te traiciona un amigo. Entonces un día te refugias en el silencio, y te quedas ahí durante un buen rato; un periodo que puede durar mucho, poco, depende. Un tiempo que no obedece a ninguna regla y en el que una voz te hablará; un sonido que en principio no vas a reconocer, y que vas a rechazar no por lo extraño sino porque te va a decir un montón de cosas. Cosas que no quieres escuchar, cosas que sabes pero te niegas a oír.
Pero está voz no se va. Tú no estás de acuerdo en nada y solo quieres que se largue lo antes posible. A ti lo único que te importa es continuar con tu vida y con tu manera de pensar. Pero los días pasan y poco a poco te irá convenciendo; poco a poco te vas dando cuenta de que esta voz que te habla, no ha venido para fastidiarte sino para hacerte ver eso que en el ruido eras incapaz de advertir. Entonces ya no serás el mismo, porque ella aparecerá para entablar una conversación contigo, cada vez que te encuentres solo o en silencio, o incluso en aquellos momentos en los que te sientes sobrepasado.
Tal vez antes de continuar deba decir que escribo no porque se me dé sino porque al hacerlo encuentro un gran alivio. No se trata de sentirme un escritor sino más bien de provocar un estado. Un estado que no tiene que ver con el arte sino con el misterio. Con ese espacio que vive en el interior de cada uno de nosotros y que sin embargo desconocemos. La escritura ese el nexo. Es la soga a la que me aferro con fuerza para no caer en el abismo.
Y lo cierto es que la escritura no solo me aparta de las preocupaciones, sino que rompe con la idea del tiempo; además, contribuye a que las píldoras hagan un efecto más rápido. Algo parecido me pasa con la lectura, solo que cuando leo yo no soy el creador y eso no lo hace tan interesante. En cambio la escritura me pone a la altura de Dios y esa creación es algo que tiene su origen en mi cabeza.
No, no puedo vivir sin la medicación. Una de las primeras cosas que hacen con los locos en los centros de rehabilitación es hacerlos dependientes; atiborrarlos de pastillas para que seas incapaz de hacer nada por ti mismo. Y lo hacen con tal efectividad que consiguen que termines necesitando píldoras hasta para ir al baño. No, no exagero; cuando los médicos determinan que estás chalado te conviertes en una rata de laboratorio; conocí a más de uno que acabo con un agujero del tamaño de una moneda de un dólar en la cabeza. Tipos normales que por no tener familia han quedado como zombis para resto de su vida.
La psiquiatría es la disciplina menos objetiva de todas. Aun hoy nadie sabe cómo funciona el cerebro y lo peor es que estos tipos van por ahí como si fueran distintos. Eminencias prepotentes que solo encuentran algo de consuelo cuando se miran al espejo. Digo algo porque el hecho de mirarse más de la cuenta provoca que su escasa humanidad les revuelva el estómago. Y lo cierto es que en realidad no son más que una panda de cínicos que se aprovechan del poder de una institución para cometer las peores atrocidades. Atrocidades amparadas por un estado que sueña con hacer que todos pensemos de la misma manera.
No, no puedo levantar ni una taza si me olvido de tomar la medicación. Pero aun así, en ocasiones, el malestar no se me quita. Por eso es tan importante la escritura. De hecho, ahora mismo no sé si es de noche o de día, ahora mismo la escritura hace que todo esté en calma.
Hay momentos en los que no puedo salir de casa. Sobre todo en los días en que la enfermedad se hace más presente. No mentiría si digo que estos son los días más difíciles. Apenas si puedo salir del cuarto, apenas si puedo actuar como una persona normal. Y lo cierto es que en más de una oportunidad pensé en acolchonar todas las paredes de la casa, o hacerme con una colección de chalecos de fuerza, incluso tomar las llaves y tragarlas como si fueran parte del tratamiento. Reconozco que esos son los momentos más complicados: la calle se me revela como una amenaza y cuando esto pasa no puedo salir ni al supermercado. No puedo dejar de pensar en sus cuerpos invertebrados y en esa espuma, a veces densa, que se desprende de sus bocas cuando pretenden hablarme. Entonces cojo la almohada e intento asfixiarme. Me armo de valor y la aprieto durante un buen rato sobre mi rostro. Y estoy así hasta que luego de unos minutos las imágenes desaparecen. No sé bien por qué pero siempre desaparecen antes de que la oscuridad se haga definitivamente presente.
Sin embargo, una y otra vez me vuelvo a enfrentar con sus imbecilidades. Una y otra vez sus cuerpos de cucaracha intentan llevarme a su terreno. Una y otra vez me atropellan y se pasean delante de mí con movimientos rápidos y descoordinados. Una y otra vez sobrevuelan sobre mi cabeza emitiendo un sonido gutural que me paraliza y me lleva a cerrar los ojos. Una y otra vez respondo con movimientos bruscos o manotazos de ahogado. Una y otra vez veo que se acercan y tratan de poner una mano pegajosa sobre mi cuerpo.
Reconozco que esos son los momentos más incomodos. Siento como mi cuerpo los rechaza, como éste se vuelve rígido y la respiración se acelera. Es como un mecanismo inconsciente que actúa ante la posibilidad de un peligro. Un peligro de contagio. Mi sistema inmunológico se protege y yo no tengo otra opción que dejarlo hacer su trabajo. Luego llega la calma y el ruido de insecto desaparece. Todo vuelve a la normalidad pero en lugar de acceder a sus requerimientos tengo ganas de correr, de apartarme, de alejarme lo antes posible para llegar a mi casa. Y una vez allí, una vez cruzado el umbral de la puerta y con la espalda apoyada en la madera, respirar a salvo.
En ocasiones me parecía reconocer una extraña expresión en algunos pequeños, incluso hasta llegaba a visualizar diminutas antenitas que se desprendían de sus cabezas. Entonces, fijaba la mirada en sus padres y descubría que rápidamente sacaban a relucir la más perfecta expresión de cucaracha. Y lo cierto es que, solo en raras excepciones, vivía en un mundo habitado por cucarachas: el medico era una cucaracha, los políticos todos y sin excepción eran cucarachas; la televisión y los periódicos estaban infectados de cucarachas; los profesores, los curas, mi vecino, el cartero, las dependientas de la panadería, las cajeras del supermercado sonreían como cucarachas; los bares eran nidos de cucarachas; incluso los restaurantes en lugar de oler a comida, olían a excremento, de cucaracha. No tenía ninguna alternativa, ninguna posibilidad de salvarme. Ninguna. Las cucarachas se reproducían con gran rapidez y lo peor de todo es que la radiactividad no les afectaba.
Desde el café veía como los rayos de sol se filtraban a través de los árboles que jugaban con la luz haciendo raras figuras en el suelo. Desde esa posición uno podía observar el cielo azul y el devenir displicente y sin rumbo de las nubes que acompañaban la mañana. Recuerdo un día, de los buenos, en los que yo estaba sentado en el mismo lugar de siempre leyendo un libro cuando de pronto veo pasar un artrópodo. Hembra. Lo supe por el balanceo de sus pequeñas y diminutas patitas, más lento y cadencioso, más sugerente y delicado que el de los machos. Recuerdo que pasó junto a mi lado lamiéndose el escudo protector y se mantuvo así hasta que desapareció detrás de una columna. Entonces aparté definitivamente la mirada del libro y comencé a sentir como si mi cuerpo pareciera responder a una extraña llamada; a una energía que se hallaba fuera de mi control. Pronto sentí crecer una fuerte presión en los pantalones, que solo logré apaciguar una vez que estuve en casa.
Al final les dije lo que querían escuchar. Me senté frente a sus caras de cucaracha y solo me limite a decirles las palabras que querían oír. Y mientras me dejaba alcanzar por sus rostros inquisidores pensaba: <<La humanidad es una gran ficción que comienza cuando abrimos los ojos. Al principio el mundo nos parece amigable pero pronto uno va descubriendo que detrás de todo lo que uno hace se esconde una gran mentira. Y esa mentira tiene que ver con el personaje en el que nos transformamos. Ya cuando uno se da cuenta es demasiado tarde. Cada cosa que uno hace está envuelta por un halo de hipocresía>>. Y lo cierto es que estaba harto, harto de que me doparan cuando se les diera la gana. Harto de tener que aguantar sus alientos de artrópodos sobre mi oreja. Necesitaba reaccionar, tratar de serenarme y hacerles creer que yo podía ser tan cucaracha como ellos.
Y a decir verdad hubo un hecho que me hizo reaccionar, una situación de la que todavía guardo un recuerdo amargo y penoso: era la hora del desayuno, el momento en que nos juntábamos con Carlos para charlar. La pasión que nos unía era la literatura. Y lo cierto es que Carlos era pura originalidad, un personaje de esos que te enamorabas en cuanto lo veías: ocurrente, loco, genial; hacía que cada mañana el centro de rehabilitación se convirtiera en una fiesta. Un tipo con una gran sensibilidad que había tenido la desgracia de habitar en un mundo que no le pertenecía. Un amigo que se había convertido en el único motivo por el que deseara vivir.
Pero esa mañana Carlos no llegó. La hora del desayuno se acababa y comencé a impacientarme. Y en lugar de intentar tranquilizarme intuí lo peor. Entonces aproveché un descuido de uno de los celadores y abandoné el comedor. Continúe por un largo pasillo y llegué hasta el ascensor y, en lugar de esperarlo, subí las escaleras hasta el piso de arriba. Luego avancé con determinación sabiendo el riesgo que corría. No ignoraba lo que me pasaría si me encontraban. Pero era más fuerte el deseo de encontrar a Carlos que cualquier otra cosa.
A continuación me dejé arrastrar por la curiosidad y en un momento estuve en la planta de rehabilitación. Fui hacia allí porque era el lugar en el que siempre acabábamos cada vez que nos drogaban. Me sorprendió no tropezar con ningún guardia y por un momento me pareció estar viviendo una pesadilla: la luz de la mañana entraba por las ventanas que daban al jardín pero el silencio era inquietante e incómodo. Sin perder tiempo avancé abriendo todas y cada una de las puertas hasta que al final lo encontré. Carlos estaba en una pequeña cama con el torso desnudo, su cabeza estaba vendada y apuntaba en dirección al techo. Tenía la mirada completamente perdida. Recuerdo que lo abracé y me mantuve aferrado a su cuerpo. Luego le susurré unas palabras y noté que no me escuchaba. Lo miré fijamente por varios segundos y no solo no se movió sino que su expresión de siempre había desaparecido. Nada de lo que lo hacía distinto habitaba ya en él: su brillo, su frescura, su genialidad; todo eso que lo hacía especial había sido borrado con saña de su rostro. Recuerdo que lloré sobre su pecho, que lo abracé por varios minutos, que me aferré a su cuerpo con desesperación, hasta que de pronto sentí como me tomaban fuertemente por los brazos y me arrancaban de su lado. Al día siguiente me enteré lo que había pasado: Carlos tuvo un ataque de ansiedad y se aprovecharon para quitárselo de encima. Su luz se apagó definitivamente poco tiempo después.
Es así como al final entiendes que has perdido y que debes actuar como si todo a tu alrededor está bien. El mundo es una cascara frágil y ambivalente pero debes aceptarlo. La mediocridad prolifera y en esa gigantesca burbuja todos debemos hacer lo mismo. La mutación ha tenido lugar hace siglos pero hoy ya somos incapaces de reaccionar. De hecho actuamos con normalidad y desparpajo. No, nada de lo que hacemos responde a nuestra verdadera naturaleza. La civilización nos ha marcado desde el comienzo y desde entonces cada vez nos cuesta más mirarnos al espejo. Nos creemos dueños de una cultura pero seguimos siendo Bárbaros. O lo que es aún peor la cultura nos ha transformado en auténticos Bárbaros. La familia, la escuela, el trabajo, la calle, las diversiones, responden a un estereotipo común y salirse de la raya significa que eres un loco o un delirante. Finalmente llegas a la conclusión de que la locura, o el sueño, son los únicos canales capaces de hacer posible esa mentira que nos quieren hacer creer desde que tenemos uso de razón…
No dejo de asociar a Kafka, pero si algo te puedo decir es que de quién más debes cuidarte, no es de los extraños, si o de ti mismo, porque el peor enemigo que tenemos los humanos, vive dentro nuestro y se llama depresión. Para peor tiene una hermana muy perversa que de llama autocompasión.
Así que mi querido personaje, cuídate del autor del relato.
Cada dia nos ofrece la posibilidad de encontrar en el bazar de la vida algo o alguien por quien merece la pena levantarse y salir a la calle. Esta búsqueda ha de ir acompañada indefectiblemente del más depurado, respetuoso TEATRO