Esperanza…

Llevo años escuchando una música panfletaria y pegadiza, que apunta directamente sobre la necesidad y las ilusiones de la gente; décadas oyendo una cantinela, o un discurso machista e infantil que, en lugar de unir, no hizo otra cosa más que dividir y alimentar a sus ciudadanos con palabras. Palabras que parten de un sistema de poder que lo único que trajo son peleas, confusión, pobreza, mucha pobreza, y alineaciones de cualquier tipo.

Llevo años viendo como el barco se hunde y nadie hace nada para evitar que los tripulantes se ahoguen antes de caer al agua. Hace ya tiempo que hemos dejado de notar la cercanía del otro y no hacemos más que utilizarnos para llegar a la orilla. Una orilla que no es tierra firme sino que es un escalón que nos advierte que todavía hay que seguir bajando.

Y así es como vamos desde hace tiempo, bajando escalones que nos obligan a activar niveles de percepción que desconocíamos, volviéndonos más animales para responder a ese nuevo entorno que se muestra cada vez más violento. Porque eso es lo que soy. Eso es en lo que me he tenido que convertir para sobrevivir.

Pero lo cierto es que existe una energía incapaz de conquistar; una fuerza que no entiende de promesas incumplidas o desengaños políticos; una voluntad que siempre mira hacia adelante y, al hacerlo, barre con todo aquello que impide la posibilidad de conciliar el sueño: líderes megalómanos, dirigentes ególatras, oportunistas enamorados del poder. Una voluntad que corre por las venas de cada persona, y que alguien llamó con el nombre de esperanza. La misma que un día nos hizo enorgullecer de nuestro sistema educativo, la misma que nos transformó en el primer país en acabar con el analfabetismo.

Y es esa misma esperanza la que hoy nos impulsa a dejar el miedo y a entender que el futuro no es responsabilidad de un líder iluminado, sino que por el contrario, el futuro es una responsabilidad que me afecta de manera directa. Es esa misma esperanza la que nos lleva a entender que el mañana no tiene impreso el nombre de ningún viejo prócer, sino que es cosa de personas comprometidas e ilusionadas, capaces de trabajar por uno objetivo común. Personas, capaces, de entender que el pasado es solo un conjunto de textos y no una idea que deba transformarse en religión; mucho menos en una organización  fundamentalista.

Porque la realidad es una figura impasible y multiforme, un aliento fresco que avanza sin detenerse; y en ese proceso natural y a veces violento, va experimentando distintos cambios que ponen a sus líderes al descubierto. Y entonces esa semilla (porque más allá de lo que se siembra siempre existe una semilla), tiene la capacidad de crecer y reflejar un horizonte de expectación, o de transformarse en una película grotesca y repetitiva. Y cuando esto último sucede, cuando la cinta es mala o tiene algún defecto de fábrica, son los hombres los que pagan los platos rotos, son ellos los que tienen que soportar esa suerte de destino trágico, o ver como el tren se aleja llevándose con él todas sus ilusiones.

Y lo cierto es que en una sociedad bien llamada democrática, siempre existe la posibilidad de detenerse y mirar hacia el horizonte; de elegir si quiero seguir escuchando una música panfletaria, o si en cambio, quiero ser parte de un proceso histórico que verdaderamente me incluya y que, además, me dé la posibilidad de expresarme; de elegir, un gobierno que acabe con la corrupción, o de favorecer a un gobierno que continúe hundiéndome en la pobreza.

Y la verdad es que siempre existe la posibilidad de retomar el camino, porque hay algo grande que nadie nos puede robar; algo grande, muy grande, llamado esperanza…

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