Camino entre visiones, envuelto por esta libertad que me invade y que al mismo tiempo me transforma a cada paso. Recojo los frutos del paisaje y me alimento con voracidad, sabiendo que la escasez puede toparse conmigo en cualquier momento.
Ajeno al futuro por ser amigo de la incertidumbre, voy como un peregrino errante, reconstruyendo este universo que me atormenta, víctima de una búsqueda que no tiene que ver con mi curiosidad, sino con algo que estaba desde mucho antes que yo naciera. Y consiente de las grandes fugas, que son también parte de este dolor, me aferro al poder curativo del silencio.
Me aparto de las imágenes que tienen que ver con mi vida y me quedo con otras que no tuvieron la misma fortuna, dejo de lado el egoísmo y me detengo en el rostro de una niña kurda que dispara una ametralladora, y en los gestos de un padre que, orgulloso, ve como su hija se divierte con el macabro juguete.
Pero antes de que tuviera tiempo de pensar en esta desalentadora imagen, es otro el niño que viene hacia mí y con su inocencia me lleva hasta el Congo, y entonces lo veo sumergirse en una cueva mientras unos soldados, fuertemente armados, se asombran de su rara y provechosa habilidad.
Voy hasta Irak y veo a grupos de familias enteras que, cargadas con grandes bolsas, intentan escapar del terror impuesto por un grupo fundamentalista; reparo en esa diáspora marcada por el dolor de la guerra y, sin pretenderlo, el nombre de Mahoma se instala en mi cabeza. Segundos después, me digo: <no, no es posible que un hombre de fe pueda despertar interpretaciones tan distintas>.
Luego me detengo en Sudan y observo con perplejidad como la muerte pereció haberse encaprichado con esa tierra árida y desértica, como la escasa lluvia no alcanza a lavar el río de sangre provocado por un dictador que se ha cobrado miles de vidas.
Es así como las imágenes se suceden y me invaden, como éstas se encadenan unas con otras sin que pueda hacer nada por detenerlas; como el olvido se hace grito y se convierte en un eco persistente que reclama sobre mi cabeza, como el polvo que juntan mis zapatos me va trasformando en otra persona.
Y entonces son las palabras las que brotan desde mi interior, son éstas las que hacen posible reconocer un dolor sincero y profundo, una verdad que tiene su origen en la conciencia, en esa conciencia que me acompaña desde que estaba en el vientre de mi madre: “Nada que tenga sentido debe ser dicho sino es a través de la mirada puesta en el otro, nadie que se considere humano debe renunciar a esa luz que lo interpela desde la distancia…”
Muy bien elaborado.