El reloj avanza motivado por un martilleo firme y displicente, que no obedece al ruido que experimentan los engranajes del aparato, sino más bien al capricho de un ciclo que tiene lugar desde hace siglos. Las horas parecen alimentar su objetivo, pero en realidad no es más que una máquina de acumular. De acumular preocupaciones de todo tipo. Y como yo nunca tengo tiempo para pensar, arrastro esta carga que cada vez experimenta ser más pesada.
La familia, el trabajo, las responsabilidades, forman parte de este peso (que asumo con obediencia), y entonces cada paso que doy parece tener sentido. Sin embargo, la angustia toma posición en el asunto y me veo en un campo de batalla obligado a responder en varios frentes.
Es ahí cuando medio reacciono y sin demasiado interés me pregunto, ¿qué significa este malestar que me atormenta? Pero como siempre ando apurado, continúo adelante, sin sospechar que convivo con el enemigo menos esperado: yo mismo.
Me preocupa el futuro, la posición económica, el lugar dentro de la sociedad, todo aquello que yo no elegí y que forma parte de esta empresa burguesa y consumista. Todo aquello que no es algo que está dentro de mí sino que forma parte de un dispositivo empeñado en ponerme las cosas cada vez más difíciles. Y mientras voy a los tumbos, herido y maltrecho, librando una guerra que pretende hacerme rendir antes de tiempo, ignoro que la solución es más simple de lo que parece.
Sin embargo el reloj avanza y nada cambia: el aparato no es más que un simple mecanismo y yo un fanático que solo entiende la felicidad dentro de este dispositivo. Y ya cuando la mentira se me revela o se hace evidente, una noche el reloj se detiene y se me pasó la oportunidad…
La inexorabilidad del tiempo. Y todo ello para después morirse.