El Padre Pedro…

Eran los tiempos del desasosiego, los días en que el rumbo se había desvanecido. La vida parecía escondida en alguna parte y yo, era incapaz de advertir que transitaba por un camino oscuro y peligroso. El sol también se hallaba escondido y Buenos Aires, una vez más, jugaba un papel vital, ya que en ella se encontraba la última carta: el refugio de la familia.

Lo cierto es que Londres no había cuajado, por el contrario, había demostrado ser una gigantesca luz artificial, una ilusión, una mentira en la que una pequeña parte resplandecía y la otra, la mayoría, estaba condenada a vivir con pequeñas velas; una realidad que pronto se transformó en una gran desilusión y en la que las palabras pronunciadas años atrás por la Dama de Hierro habían tenido una aceptación contundente: la sociedad no existe.

Y a pesar de los esfuerzos de la familia por hacerme saber que estaban de mi lado (incluidos los perros que insistían en hacerme saber que no me habían olvidado), la oscuridad me susurraba al oído palabras que aun hoy me cuesta repetir. Pero hubo una situación que me hizo detener frente al ordenador, unas imágenes que pronto despertaron mi interés y me hicieron incorporar de súbito en la silla.

Se trataba de un basural, de una gigantesca montaña de basura de la que se alimentaban hombres y mujeres, niños con el vientre hinchado y el rostro marcado por la muerte, perros esqueléticos condenados a introducir sus hocicos en la mugre. Un universo podrido y pestilente en donde nada podía vivir porque la vida ya hacia largo tiempo que se había marchado.

Recuerdo que permanecí atónito frente al ordenador, recuerdo que mi corazón pareció despertarse. <¿Qué realidad podría ser más dura que esa?> –pensé– <¿Quién que se considere humano podía soportar una situación semejante?>.

La verdad es que me odié, me detesté con las fuerzas que se pueden detestar a una persona. Me sentí avergonzado, vacío, estúpido, imbécil. Quién carajo era yo para sentirme mal; quién carajo era yo para no tener ganas de vivir. Tenía una familia que me quería, tenía salud, había viajado, supe lo que es el amor, tenía amigos. Quién carajo soy yo para bajar los brazos si comparado con esta gente tuve la bendición de conocer el paraíso –me dije. Lo cierto es que esas imágenes me impactaron, porque si en verdad había una humanidad era evidente que nadie de los allí presentes lo sabía. Pero en lugar de continuar hostigándome, volví a fijar la mirada en la pantalla del ordenador, y entonces en mí cabeza tuvo lugar otra pregunta: ¿Qué es ser una buena persona?

Entonces lo vi, lo vi a él con su barba blanca y esa sonrisa de buena gente, lo vi a él que rodeado de niños hablaba de su impresión al haber llegado allí. Lo vi a él cuando contaba lo primero que pensó al ver esa realidad tan terrible por la que atravesaban los habitantes de Madagascar: “los amo demasiado como para asistirlos, si tuviera que asistirlos me voy hoy de Madagascar; porque el amor no es asistir de manera perenne a un pobre, es darle trabajo, es darle herramientas, es cambiarle lentamente la conciencia que tiene para que sea autor y promotor de su propia promoción”.

El Padre Pedro lo hizo: se arremangó la camisa y se puso a trabajar codo a codo con esos seres humanos que, poco a poco, fueron recuperando su dignidad; se aprovechó de la riqueza de una cantera y hoy cientos de dúplex, hospitales, escuelas, bibliotecas, guarderías, dispensarios y centros deportivos, transformaron por completo ese horizonte tan penoso. El padre Opeka lo consiguió y es el mejor ejemplo de lo que es ser una buena persona. El mejor ejemplo de amor hacia el prójimo.

Si este humilde párroco supo ser capaz de lograr todo esto, ¿por qué no creer que un mundo mejor pueda ser posible? ¿Por qué no alcanzar esa etapa de plena conciencia, capaz de atravesar el puente que nos convertiría, de una vez por todas, en verdaderos seres humanos…?

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