El charlatán…

Era noviembre y el cielo estaba encapotado, la panza de burro no se marchaba y al sol no parecía importarle. El espejo insistía en responder con un gesto de aprobación y yo prefería no hacer demasiadas preguntas. Las tostadas no siempre llevaban mantequilla y sin embargo al desayuno no le faltaba nada. El futuro amenazaba con martirizarme pero hacía tiempo que había encontrado en la lectura a una buena aliada. Ese día no debía ir a trabajar y pensé que, luego de desayunar, lo mejor sería dar una vuelta.

Vivía a unas pocas calles del paseo marítimo y sin pensarlo demasiado tomé en esa dirección. Estaba nublado y el calor hacia que la ropa se te pegara a la piel. Caminaba con rumbo al mar pero al cruzar Pérez del Toro decidí que pasaría por el banco. Necesitaba hacer una consulta con respecto a mi cuenta. En realidad lo que quería es ver a la empleada, una colorada que me tenía loco. <No hay nada como comenzar la mañana dialogando con una pelirroja> –me dije.

Una vez dentro me dirigí a su mesa. Acomodaba unos papeles. Recuerdo que llevaba un vestido en el que se podía apreciar toda su vitalidad. Al verme me sonrió y se detuvo frente a mí sin soltar los papeles. Entonces su pecho resplandeció y me quedé sin palabras.

–Hola –dijo.

No respondí.

–Dime en que te puedo ayudar –insistió.

–Hola –dije, una vez que volví de ese pequeño lapsus.

Su mirada no podía ser más inquietante. Sin embargo un bucle que le caía a un lado del rostro la hacía perfecta. Yo al ver que comenzaba a impacientarse le inventé cualquier cosa.

–Necesito que me digas que tengo que hacer para sacar una tarjeta de crédito.

Mentía. Yo no creía en la idea de hipotecarse para ser feliz. Hacía años que había aprendido que ese era solo un beneficio del capitalismo.

–Pásame tu DNI –me dijo, al tiempo que dejaba los papeles a un lado.

Se lo alcancé sabiendo su respuesta: nadie que no tenga unos buenos ahorros o la nómina domiciliada en el banco podía estar en condiciones de tener una tarjeta. Yo no tenía ni una cosa ni la otra. Instantes después se puso a teclear el ordenador. Pronto se daría cuenta de que era un desgraciado pero me daba igual. Tener su cuerpo frente al mío justificaba cualquier  cosa. 

Por otra parte tenía una gran curiosidad por desvelar el mito de las pelirrojas. Había tenido un amigo que estuvo con una y no hacia si no contarme lo bien que se lo pasaba. Y ahora que yo tenía a la colorada del banco frente a mí no pensaba en otra cosa que ponerla en la mesa y dejarme llevar por la pasión.

Recuerdo que la miraba como alelado, queriendo buscar una palabra, una frase,  recordar un chiste, algo que nos saque de ese tedioso devenir, de esa estúpida y monótona circunstancia. Pero no se me ocurría nada. Yo estaba como idiotizado, perdido, abrumado, absorbido por ese cuerpo que emanaba sensualidad, por esa imagen que una y otra vez parecía provocarme. Entonces desistí de la idea de hablarle y me dejé atrapar por la imaginación, sobrevolé los estrechos laberintos de la mente y en pocos segundos recorrí cada una de las capas que había tenido que atravesar para llegar a ese instante. A ese momento que me plantaba frente a ella como un hombre civilizado. Regresé al hombre de Hobbes y sentí deseos de emitir un largo y angustiado aullido. Luego detuvo sus manos frente al teclado y se sonrió con una mueca de disculpa. Instantes después me dijo:

-Lo siento, si no tienes la nómina domiciliada…

Me importaba realmente un pepino. Yo por el único motivo que estaba sentado en esa silla era por ella. Y lo cierto es que su perfume me lo ponía aún más difícil. Si no me dejaba llevar por mi amor era porque Freud me lo impedía. Un minuto más y rompería con todos los lazos que me unían a la civilización. <¿Cómo se podía estar tan buena y encima ser colorada?> –pensé. Luego tomé mi DNI y me despedí. Le agradecí por su atención y me marché, perturbado.

Ya en la acera continué con la idea de ir hacia el paseo marítimo. En la calle el termómetro marcaba veinte grados pero a mí me daba la impresión de que rondaba los cuarenta. Volví a mirar hacia el interior del banco y vi a la pelirroja que se paseaba de espaldas. Tenía que largarme urgente de ahí si no quería salir en todos los periódicos.

Continué callejeando. Lo único que pretendía era recuperar la serenidad. Pero vaya a saber porque motivo recordé una vieja canción de rock: “El extraño de pelo largo”. Y no es que yo me sintiera un extraño, ni que pretendiera dejarme crecer el pelo. Nada de eso. La razón era que la letra hablaba de una mujer; de una mujer que quiso y nunca pudo amar. La mañana me daba por donde más me dolía y entonces no me quedó más remedio que aceptar que no siempre se puede obtener lo que uno desea.

De pronto estuve detenido frente a una vidriera. Era el local de un conocido que vendía libros usados. Recuerdo que al entrar tuve que esquivar una montaña de libros que se hallaban apilados a un lado de un exhibidor. Pedro estaba agachado acomodándolos y del otro lado de la pila, parado frente a una estantería, había un hombre de pie, mayor; un tipo de gafas con una barba no demasiado larga. Entonces saludé y me puse a ver si encontraba algo. Pero antes de comenzar con la búsqueda Pedro extendió su brazo desde el piso, sin mirarme, y lo dejó sostenido en el aire por encima de su calva.

–Toma –me dijo.

Era “El lobo estepario” de Hesse.

–Buen libro –le dije–. Pero ya lo leí hace un par de años.

Luego continué con la búsqueda. Ahora buscaba libros de filosofía. No hacía mucho que había leído un opúsculo de Schopenhauer y había quedado impresionado.

–¿No tienes nada de Schopenhauer, o Nietzsche?

Pedro volvió a estirar el brazo.

–Toma –me dijo.        

Estaba de suerte: el libro era “Así habló Zaratustra” de Nietzsche. En ese momento noté que el viejo detuvo su búsqueda para observarme por encima de las gafas, como analizando mi reacción. Recuerdo que aparté la vista del libro y aproveché para hacer lo mismo. Nos quedamos mirando por unos instantes. <No es un rostro común –pensé–. Esconde algo>. El bigote era bastante más largo que la barba y eso le daba un aspecto marginal; pero lo curioso era que cuando uno lo miraba sin detenerse en ninguna parte en concreto, eso misterioso parecía transformarse en armonía.

Estuve algunos minutos más y me marché. Antes me despedí de Pedro y le agradecí por el libro. Una vez fuera avancé en dirección hacia el mar, y cuando estaba a punto de llegar a la primera esquina, siento que me chistan desde atrás. Era el viejo de gafas que segundos atrás me había observado en la librería. Entonces me detuve y lo vi que se acercaba balanceando su cuerpo con un par de revistas bajo el brazo. Al llegar a mí me extendió la mano.

–Manuel –dijo, clavándome la mirada con esa expresión que minutos antes me había llamado tanto la atención.

–Gastón –respondí yo sin dejar de mirarlo.

–Perdona, pero te estuve observando, –me dijo, sin soltarme la mano y sin quitarme los ojos de encima–. ¿Eres escritor? –preguntó.

Yo iba responder que si pero su mirada me inquietaba un poco.

–Lo intento pero no me decido –respondí.

–¿Y eso…? ¿No te entiendo? –Respondió el viejo con una expresión de asombro–. Se es o no se es. Y antes de que yo pueda decir algo, sentencio: de lo que se trata es de prestar atención al espejo.

<Otra vez ese espejo –pensé–. Si éste no hace otra cosa que devolverme la cara de un tipo corriente. ¿Qué tengo que averiguar en el espejo si cada mañana insiste en mostrar la misma imagen?>

–A ver… –dijo el viejo aprovechando ese momento de confusión–. Nada de lo que yo o alguien te diga deberá ser tomado en cuenta.

No respondí. No solo su mirada sino su voz parecían haberme hipnotizado. Entonces éste aprovecho para lanzarse.

>Nada de lo que tu padre o tu madre te diga tampoco. Nada de lo que digan tus amigos, la sociedad, la religión, los medios, los periódicos, los libros o, esa ideología por la cual estarías dispuesto a dar la vida. Nada. Como si esta vitalidad que hoy te hace parte del mundo te hubiera sido regalada en alguna feria un sábado por la noche. Nada. Nada te debe importar, excepto lo que tu piensas y ese carácter transformador que habita en tus manos.

Y continuó…

>Para sentirlo tal vez antes tengas que tocarte y tocar todo lo que te rodea; para entenderlo, quizás debas observar con intención de ver y no solo por el mero hecho de mirar; para descubrirlo tienes que abandonar todos tus conocimientos y desde un estado de plena ignorancia, desde allí, podrás confirmar que solo a través del tacto, solo cuando pones en funcionamiento tus manos, es cuando comienzas a aprender.

>Si tienes intención de amar a una persona, no la llenes con palabras vacías o frases de esas que encuentras en algún libro barato; si tienes ganas de amar a una persona abrázala; abrázala como si en ese gesto perdieras la razón, como si en ese abrazo, se te fuera la vida.

>Si en verdad tienes deseos de transformar la realidad, antes debes observarte a ti y luego mirar todo lo que te rodea; observar las casas, los árboles, los ríos, las plantas, los animales, todo; antes debes ser capaz de congelar ese fresco en tu cabeza, y sentir como tu interior responde a ese imagen, y como ésta se transforma y se revoluciona. Solo a partir de entonces, ese sueño que tiene origen en tu interior, comienza a hacerse realidad.

>Perdona, creo que tal vez no estoy siendo del todo claro, y a decir verdad esta es la parte que menos me gusta, porque vas a pensar que quiero impresionarte, y realmente no es así.  Lo que quiero es encontrar las palabras justas para no parecer un charlatán.

>Lo importante es entender que todas las relaciones humanas parten del ego, y que es el ego sino las proyecciones de lo que creo que soy o de lo que creo que son los demás;  que es éste sino la acumulación de conocimientos o logros que intentan diferenciarme del resto. Bueno, el ego es esto y otras cosas pero aquí lo que hay que entender es que éste pertenece al campo  total del yo y que se activa cuando deseo algo, cuando me gusta un chico o una chica, cuando vivo con alguien, cuando me comparo con otros, etcétera.

>Y si a este ego le agrego todo ese caudal de información que recibo desde el momento que llego al mundo. Los consejos de mis padres, la educación, los medios de comunicación, la religión, el contexto político, todo. Todo eso que no es más que una burbuja que proviene del exterior.  Ese ego  no solo me domina sino que domina todas las relaciones humanas.

>Lo importante es ser consiente de este condicionamiento, y una vez comprendido esto, tu mente se libera y tu cuerpo se transforma en una fuente de energía. 

>Una vez  que entiendes que tu cuerpo es un organismo vivo que funciona en permanente comunicación con la mente te vez a ti mismo como lo que eres. Entonces el miedo desaparece y vives el presente dentro del campo psicológico, quiero decir en el presente, y no como una entidad mezquina y compleja que arrastra con toda la carga del pasado.

>Una vez que eres consciente del campo total de tu propio yo, que es la conciencia del individuo y de la sociedad, te conviertes en una luz que ya nunca se apaga.

>Lo que pretendo decirte es que donde se originan tus miedos es el la mente, una mente que al estar condicionada por el pasado, amenaza constantemente con tu tranquilidad. Y la verdad es que esto es un error, porque lo que te pasó una vez no tiene por qué volver a pasarte. 

>El desafío consiste en liberarte de ese miedo del ayer y ver lo que te pasa hoy como algo nuevo. Quiero decir, entendiendo que nuestro bienestar solo depende del presente y de la buena relación que se establece entre el cuerpo y la psique. Y entonces notarás como una invasión de serotonina hace posible que todo tu cuerpo se transforme para que vuelva tu tranquilidad, tu apetito y lo más importante; hacer que se vayan todos esos miedos que pertenecen al pasado.

Todo eso mi querido Gastón se descubre mirando al espejo, deteniéndote frente a él, observándote todas y cada una de las mañanas. Mi intuición no me falla: tú eres escritor y lo único que tienes que hacer es escribir un rato cada día. Si no lo haces, el espejo no descansará hasta hacértelo notar.  

De pronto la voz se apagó y lo vi cómo se alejaba y se perdía en el paseo marítimo. No lo volví a ver. Pero ese hombre, que se hacía llamar el místico, antes de marcharse había dado la lección más brillante que un joven escritor podía esperar…

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