El indio de Durazno…

El fútbol es el deporte más popular del mundo, es también el más celebrado. Su fama recorre nuestro planeta y los hombres no encuentran un mejor entretenimiento para canalizar todo lo que les pasa. Los niños en cambio, son más poéticos: pintan a sus ídolos en trozos de papel o se van a dormir con la camiseta de su club y la pelota bajo el brazo. Los potreros habitan en cada rincón de Sudamérica y los chicos los convierten en sus estadios. Desde allí, hacen uso de su libertad y se atreven a inventar jugadas con las que un día enamoraran a los hinchas o los volverán locos en las tribunas.

Pero muchos de los que logran concretar sus sueños y se convierten en futbolistas –héroes tocados por la barita mágica– una vez que firman su primer contrato sufren una repentina amnesia temporal; una patología que afecta, sobre todo, a aquellos que han dejado de ser niños muy pronto: las matemáticas pasan a formar parte del juego y poco a poco, casi sin darse cuenta, ese amor incondicional es traicionado por el único dios que hace girar al mundo: el dinero. Se olvidan de lo que una vez soñaron cuando eran pequeños y se entregan al mejor postor. Y lo cierto es que la realidad no entiende de sueños, menos aún de quimeras que tienen lugar en la primera etapa de la vida. La realidad es lo que es y su única ambición es hacer engordar la economía. El sueño de un niño puede estar muy bien cuando se trata de crecer pero para ella el fútbol no es un juego sino más bien un negocio. Un negocio que mueve millones y, desgraciadamente, cuando se trata de dinero no queda espacio para romanticismos.

Sin embargo, hubo un jugador en la hermana tierra del Uruguay que no lo entendió así, un hombre que nunca pudo abandonar a ese niño que se dormía con la camiseta de su club y que soñaba con ser futbolista; que inspiró las plumas de grandes escritores rioplatenses,  pero sobre todo que dio la vida por aquello que amaba:

Corría el año 1918, Nacional ganaba con autoridad frente a Charley, y el estadio de Parque Nacional era una fiesta. El resultado final, un mezquino 3 a 1, apenas reflejó la superioridad del equipo tricolor que debió llevarse una diferencia más abultada. Abdón Porte, el histórico y aguerrido centro half, jugó todo el encuentro y fue la figura más destacada de su equipo.

Como se acostumbraba en aquellos tiempos, por la noche, dirigentes y jugadores se reunieron en la sede del club para celebrar un pequeño festejo. Una comida en la que no faltaba el vino, el candombe y las charlas de futbol.

En la cena, los más allegados al indio, no paraban de felicitarlo y de hacerle muestras de cariño, de corear su nombre desde la mesa y de repetirle que era la pieza más importante del equipo. Incluso cuentan que algunos dirigentes afirmaban con la cabeza mirándose unos a otros. Sin embargo el indio apenas respondía, sabía que la directiva lo miraba con lupa y que no tardarían en reemplazarlo. De hecho Zibechi, su verdugo, estaba sentado y acompañando los canticos a unos pocos metros de él. Pero como Porte era un tipo tímido y callado, nadie advirtió lo que aquella noche le pasaba por la cabeza.

A la una de la madrugada del 5 de marzo, el indio miró su reloj y se despidió. El último tranvía a La Unión llegaría en un par de minutos. Una vez montado en el vehículo pagó y se sentó junto a una ventanilla. Miró hacia la calle y solo vio unas casuchas atravesadas por el reflejo de un farol, y luego una espesa oscuridad lo invadió de recuerdos: la primera vez que entró al campo vestido con la camiseta de Nacional; los enfrentamientos con Peñarol y ese recordado gol que les daría la copa; los festejos, los campeonatos y las veces que fue llevado en andas por los hinchas. Y de pronto, a ese morochón corpulento y de pelo duro, lo invadió una gran tristeza, y sin entender bien por qué, comenzó a llorar; a lagrimear como si fuera un niño. 

< ¿Qué me pasa? –se preguntó–. ¿Por qué se me aflojan las piernas? ¿Por qué ya no me responden como antes? ¿Qué me pasa Dios, decime por qué…? ¿Por qué ya no puedo ser el mismo…?>

El tranvía lo dejó en las puertas del Gran Parque Central y con paso lento se dirigió al centro de la cancha. El mismo estadio que junto a sus compañeros habían reinaugurado años atrás; el mismo que horas antes había sido un hervidero. La humedad amenazaba y el indio sintió como el frío se instalaba en sus huesos. Su aliento le hacía frente a la noche y una vez más volvió con la memoria a la fiesta, una vez más recordó las palabras del presidente antes de sentarse en la mesa: <Porte muy buen partido el de esta tarde.>

Entonces el indio se sintió traicionado. Éste que lo felicitaba era el mismo que había tomado la decisión de reemplazarlo por Zibechi. Todas las medidas pasaban por él y Porte lo sabía. No había ninguna necesidad de que nadie lo tomara por estúpido. Ni siquiera el presidente. De repente el ladrido de un perro lo sorprendió, y giró la cabeza con la idea de encontrar al intruso que había logrado apartarlo de su último pensamiento. Pero luego de echar un vistazo alrededor de la cancha no vio más que oscuridad.

La decisión estaba tomada. Sentía pena por su novia y su familia pero más insoportable le resultaba la idea de dejar de ser el capitán de su equipo. Él era el centro de Nacional y nadie iba a darse el gusto de ponerlo en el banco para luego echarlo como un perro. Llevaba en las venas la sangre tricolor y quería que su alma pululara eternamente por los rincones de ese estadio que lo había convertido en un hombre.

Finalmente el indio no lo pensó más y tomó el revolver que llevaba detrás de la cintura. Extrajo del saco una carta con la mano izquierda y, casi sin mirarla, repitió con voz entrecortada: “hagan por mi querida madre lo que yo hice por ustedes”. Luego se puso el arma en el pecho y respiró fuerte como lo hacía cada vez que entraba a la cancha. Miró en dirección a la vieja torre del molino y luego a la tribuna que tantas veces coreara su nombre. Volvió a mirar la esquela y apretó el gatillo. Porte tenía 25 años y una ilusión, un deseo que se hizo realidad luego de esa fatídica noche…

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