El escritor atormentado…

A veces me pasa que me surgen ideas, por lo general un tanto estúpidas; y entre tanta estupidez, salta algo que me deja tecleando. Entonces comienzo a darle vueltas al asunto por un buen rato hasta que llega un momento en que me digo:< por qué no>.

Lo cierto es que no soy un tipo de ideas. Yo diría que más bien tengo entre visiones; algo así como flashes que estallan en mi cabeza y que de alguna manera despiertan a ese duende creador que intenta decodificarlas sin demasiado éxito. Pero como es tan intenso el bombardeo, al final, termina convirtiéndose en algo. Eso me pasa casi todos los días, casi todos los días que puedo descansar bien; porque si me acuesto y no pego un ojo en toda la noche, toda esa información se pierde así como vino. Es realmente un tormento. En ocasiones me golpeo con fuerza la cabeza para que esto acabe y entonces sucede todo lo contrario.

Recuerdo una vez que, saliendo del cine de una famosa ciudad en la que estaba de paso, se me ocurrió una cosa que me llamó la atención. No por lo descabellado de la idea sino porque no solía estar dentro de los parámetros delirantes que me atormentaban. La película era el “Muelle de las brumas” de Marcel Carné. Un melodrama en el que un desertor del ejército francés llega a una ciudad, envuelta por una espesa niebla, con la idea de huir en un barco. Plan que se ve momentáneamente aparcado cuando éste conoce a una joven mujer que trabaja en un garito del muelle a las órdenes de su tutor (un miserable personaje que la tiraniza y que mantiene tratos con un grupo mafioso). A partir de ahí, el amor y la libertad son las únicas cosas que preocupan a los jóvenes. Recuerdo que salí disimulando las lágrimas y atormentado por la idea que surgió a partir de un gran navío atracado en el muelle y que alimentaba el sueño de la pareja  por escapar de esa inquietante atmósfera.

Debo reconocer que no era delirante sino más bien patética. Ésta consistía en tomar ese barco y llegar a una isla o un país habitado por hombres que no me conocieran y que apenas pisar tierra me dieran la bienvenida. Personas con un saber superior, no solo dotadas de su propia conciencia, sino de la conciencia del otro y del mundo. Seres vivos alimentados por una idea, un único objetivo que rehuía de lo personal para centrarse en lo humano. Era realmente un patético delirio. El deseo absurdo de un joven escritor alimentado por las luces de una ciudad que había inspirado a cientos de artistas.

Debo reconocer también que en materia de sentimientos soy bastante penoso, y que en mi interior habita algo así como un sentimiento que raya con la cursilería. Y si bien soy lo que se dice un hombre solitario, tengo que aceptar que, aunque me pese, albergo el deseo de que todos los hombres se amen y sean felices. Soy realmente patético, ya lo sé; y también un iluso y un delirante. Pero, por qué no pensar que pueda existir un lugar así, o tal vez un islote donde a los hombres se les pase por la cabeza la idea de alejarse de la mediocridad y vivir un poco mejor.

Lo cierto es que la orgia de realidad impuesta por el sistema me aniquilaba, quería habitar en otro mundo y la ciudad de París era el nexo que pretendía hacerlo posible. Y envuelto en ese estúpido delirio, caminé unas calles y llegué al barrio latino; ese lugar en el que una vez Carlitos soñara con volver, ese sitio que amenazaba con llevarme tan lejos como mi imaginación lo deseara. Entonces se me ocurrió la idea de un jardín en el que habitaran hombres con el objetivo de superar lo humano. Almas que no renegaran de esa bendición, sino que apuntaran a su perfeccionamiento.

El delirio había llegado a su punto más alto y mi cuerpo se vio poseído por una súbita alegría. La desigualdad y el simulacro naufragaron y, una vez más, la cabeza me transportó a ese espacio donde las pasiones humanas se reducían a una sola. La sombra de Epicuro iluminó todo el cielo y los hombres se dejaron llevar por sus deseos sin sentirse culpables. Las calles reflejaban su brillo y los bares desprendían ese aire parisino que lo hacía único. El barrio latino se desnudaba ante mis ojos y yo parecía ser el elegido. El designado de revelar su más íntimo secreto. Y entonces viejos espíritus salidos de todas partes comenzaron a realizar morisquetas frente a los turistas y lanzarse sobre sus cuerpos en vuelos de danza y dominados por estrepitosas carcajadas; simpáticos juglares echaban fuego por la boca desde lo alto de las farolas y un coro de saltimbanquis no paraban de repetir: la mesa está servida. Nunca pensar me había resultado tan gratificante y sin embargo, por momentos, era realmente insoportable.

El asunto es que una tarde no aguanté más y tomé una guitarra y me la partí en la cabeza. La sangre amenazó con hacerme perder la conciencia y tuve que salir corriendo para el hospital con el instrumento colgando. Imagínense cuando me vieron llegar con la guitarra hecha un cristo y la cabeza sangrando. Estaban alucinados. Nadie podía creer lo que veía. Para colmo los médicos no me podían quitar la guitarra y lo único que se les ocurría decirme era: <cálmese, cálmese…> Y yo estaba como para calmarme, ese instrumento era el único remedio que había encontrado para dejar de pensar…

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