Hablar de amistad es hablar de semejanza, de reciprocidad; es pensar una relación de ida y vuelta. Soy amigo de quien es mi amigo, doy porque existe un otro y ese otro también está dispuesto a dar para que la relación sobreviva.
Pareciera imposible pensar una amistad sin esos rasgos, quiero decir una relación que no acabe convirtiéndose en un contrato. Aun así todos somos conscientes de que necesitamos de la amistad tanto como de la familia; nadie que habite en un mundo de plena soledad puede sentirse verdaderamente humano. La amistad es hermana de la libertad, por eso, cuando nos encontramos con un amigo, luego de un tiempo de no vernos, lo primero que hacemos es abrazarnos.
Aristóteles entendía que hay dos tipos de amistad: la amistad perfecta y la amistad imperfecta. La amistad imperfecta, la más común de las dos, está basada en el placer o en la utilidad; es imperfecta porque depende siempre de un elemento exterior a la relación. La amistad perfecta en cambio, es sobre todo, una relación ética; soy amigo del otro por lo que el otro representa, por lo que es, y no por lo que el otro me da u obtengo por estar con él.
Sin embargo, hay relaciones que están muy lejos de ser perfectas o imperfectas, y que si bien no entienden de placer, de utilidad, de Facebook, ni de cualquier otra cosa, son relaciones que nacen de la espontaneidad y de la empatía, de la naturalidad y de la travesura, del desinterés y de la amistad; esa que una vez conquistada, se transforma en el tesoro más preciado, en una recompensa que no tiene precio.
Fue así que al llegar a Buenos Aires, luego de estar fuera por un par de años, me encontré con dos personajes que me estaban esperando en mi propia casa; dos campeones que en un idioma muy particular trataban de hacerme entender que no había nada de qué preocuparse, que la vida no es más que un juego, un ida y vuelta, una pelota que gira en el aire, un ladrido enérgico alcanzando cada rincón del planeta; dos fenómenos que moviendo la cola, se desesperaban por hacerme saber, que nada tiene importancia excepto ese instante, y que ese instante fugitivo, como bien diría el poeta persa, es la vida.
Una es temerosa, perezosa y dulce; el otro es barbudo, revoltoso y gruñón. La Coca y el Taylor, dos perritos irreemplazables, dos amigos incondicionales…
Coincido en que la amistad mantiene como uno de sus más importantes principios, el de la empatía y el noble compromiso emocional sin especulaciones y de esto, los perros saben mucho.