¡Oda a la cerveza…!

Todo se resolvía en un trago, el mundo parecía enderezarse cuando al final de la jornada te acercabas al bar y te esperaba ella, vestida de cristal sobre una larga barra de madera.

Todo empezaba a componerse con sólo pensarla, con imaginarla cerca de tus labios, con retenerla por unos instantes en la cabeza. Entonces la vida cobraba sentido y se mostraba rubia y desbordante, la ciudad cobraba color y el rumor del flamenco subía hasta La Giralda para compartir su alegría desde lo más alto.

Todo se resolvía en un sorbo: el calor, la desidia, el día con sus más y sus menos, el dolor de estar vivo, la soledad. La fe lograba encarrilarse cuando al final de la tarde me dirigía hacia el bar, medio abatido y desconcertado, cansado y enfrascado en un mar de cavilaciones y la veía a ella que, una vez más, me hipnotizaba con su brillo y con su personalidad viva y refrescante.

Todo comenzaba a ponerse en su sitio, cuando al asomar la noche se apartaba del ruido para entregarse a mí, con la misma pasión de aquel primer día que tuvo lugar hace miles de años. La tierra parecía cobrar vida, iluminarse, transformarse en un delicioso delirio, en una fiesta báquica, en la más perfecta y desbordante manifestación de libertad y de sueños.

Todo terminaba por resolverse, cuando al final de la jornada, corría por el paladar, liso, fresco, suave, eterno, el sabor amargo de un trago de Cruzcampo.

Todo, incluso el fracaso, que atónito y aturdido frente al poderoso y mágico acontecimiento, corría en busca de otra alma, desdichada e indefensa, a quien poder atormentar…

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