A veces siento ganas de terminar, de abandonar, de dejarlo. En ocasiones esa conclusión me paraliza, y entonces me quedo congelado junto a la ventana, hasta que luego de unos instantes, el gorjeo del café me dice que tengo que volver.
Luego me sirvo una taza y veo como ese líquido negro y humeante forma una cascada que se introduce en un agujero negro. Un fondo oscuro, caliente y negro. Y camino hacia la mesa como envuelto en una preocupación y me digo: <Es hora de dejarlo>. Sorbo a sorbo me voy convenciendo, trago a trago esta decisión parece estar tomada y, no del todo convencido, pienso: <es hora de que el lenguaje busque otro rumbo>. Pero pasan unos instantes y una vez más la idea de continuar vuelve a retumbar en mi cabeza.
Es en verdad un tormento. Escribir o dejar de hacerlo perece ser la única preocupación de la mañana. Pero, < ¿qué puede ser más importante?> –pienso. Un escritor está condenado y esa condena lo lleva a expresarse. Sin embargo siento que ha llegado la hora. El día en que la escritura se vuelva más íntima, más personal, más introvertida; el momento en que tengo que decir basta. Y entonces esa palabra me lleva a la sombra de Salinger y desde Cornish me pregunto cómo debe ser escribir solo por placer, sabiendo que eso no es más que un mero ejercicio; una actividad que te pone frente a tus fantasmas y a la imposibilidad de liberarlos. Pero este viaje no me convence del todo; en primer lugar porque él saboreó las mieles del éxito, y segundo porque no creo que sea bueno guardarse las cosas.
Lo cierto es que una vez conocí a una mujer que me apartaría definitivamente de esa duda. Y como todo buen anarquista que entiende bien la lección, tomé nota de sus palabras y aprendí, además de otras cosas que hacen al cuerpo y no al alma, que el arte no se vende, se regala.
Por otra parte, reconozco que nunca fui capaz de contradecir la voluntad de una mujer, reconozco también que como buen argentino siempre fui un hombre apasionado. Pero lo cierto es que esta amiga italiana pintaba unos cuadros soberbios; retratos costumbristas en los que algunos de los personajes de su pueblo aparecían inmortalizados con una fidelidad sorprendente. La verdad es que Claudia, esta apasionada del arte de la que hablo, no solo regalaba sus obras sino que era una persona autentica por donde se la mirara. Tenía gran admiración por un pintor de su pueblo que vivía en una casa atiborrada de telas a las afueras de San Gavino; un sardo, ya jubilado, que solo prestaba sus cuadros cuando tenía lugar alguna exposición. <Pussu es un verdadero artista> –decía. Y al hacerlo, sus ojos se llenaban de brillo.
Pero ahora que lo pienso mejor, tal vez la culpa la tuvo el gran Macedonio. Ese eterno vagabundo, maestro de Borges, y gran amante de las tertulias. Aquel filósofo natural que acabó sus últimos días deambulando por pensiones y escribiendo en cuadernos que nunca hubieran visto la luz si no fuera por la atención de un alma lucida y sensible. Ahora que lo pienso bien, quizás fue él, quien me llevó por los estrechos laberintos de la mente y que luego hizo posible que las palabras de mi amiga tuvieran una aceptación contundente.
El café apenas mancha la taza y el blanco del esmalte me advierte que las divagaciones se han terminado. La idea de dejarlo da paso a la realidad y ésta una vez más me hace notar que estoy condenado, y que esa condena no se detiene. Luego voy hacia la pileta con la taza en la mano y el agua helada que sale del grifo me confirma que ya es la hora. Entonces camino hacia al ordenador y, una vez en la silla, las dudas parecen aclararse. Pero lo cierto es que yo no soy más que un hombre con la soga al cuello. Un alma condenada a escribir. Un tipo con la libertad clavada en su pecho…
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