Mi nombre es Juan Pérez, nací en Argentina hace algunos años. Crecí y viví en este país sudamericano en el cual me eduqué asimilando ciertas costumbres; hábitos que rápidamente se extendieron con fuerza a través de mis venas, dotándome de una cultura que me identifica y que llevo con orgullo.
Mi apellido es Pérez pero tal vez debería llamarme Peretti, no porque tenga un problema con mi progenitor, sino porque creo que el estereotipo argentino se acerca más al de un italiano que al de un español. Al de un italiano porque desde que llegó a la Argentina no solo lo hizo con la idea de quedarse, sino que entregó todo lo que tenía: su cultura, la dedicación al trabajo, su obsesión por las mujeres, el amor por la familia. Y el español en cambio, a pesar de sus grandes esfuerzos, a pesar de sus interminables ingestas de pan con cebolla, jamás pudo bajarse del burro de Sancho Panza o quitarse el estigma de conquistador: hacerse rico y volver a Europa. Y si bien reconozco que la lengua podría decir lo contrario, no hace falta más que un gesto de mano para mandarla vaffanculo.
Debo decir también que esta gran dosis de italianismo no está exenta de melancolía. De una melancolía que se aleja del plano individual para transformarse en un dolor colectivo, en una carencia. Porque la melancolía del argentino tiene que ver con un país que ya no existe, con sueños rotos, con frustraciones; con una tierra pisoteada, en donde solo ha sobrevivido el orgullo. Un orgullo traspasado de generación en generación y en el que, cada vez más, aflora el resentimiento. Un resentimiento que estalla a modo de orgasmo grupal cuando tiene lugar un partido de futbol o algún evento deportivo. Porque los argentinos somos grandes, muy grandes, y entonces necesitamos que el mundo entero nos oiga.
Y lo cierto es que este ADN con el que cargo no es solo la suma de un conjunto de rasgos, sino que es un enigma lleno de claves en donde el psicoanálisis fracasa constantemente. Y si fracasa no es porque Freud sea incapaz de encontrar una palabra, lo hace porque cada parte de nuestro cerebro ha sido tomada. La conquista tuvo lugar hace años y sin darnos cuenta pasamos a confundir la pasión con el sometimiento: sufro, lloro, grito, me desangro; y poseído por un síndrome que bien podría ser el síndrome de Estocolmo, una y otra vez, pronuncio el nombre de mi captor.
Y aunque nos duela, debemos aceptar, que está enfermedad nos afecta a todos. A todos los que nacimos en ese suelo forjado a base de sangre y guerras civiles. A todos los que aún continuamos empantanados en luchas superfluas que no muestran ninguna intención de matar al monstruo. Aunque nos duela, debemos reconocer que los hombres y mujeres nacidos en Argentina, por más vueltas que hayan dado por el mundo, tienen en su ADN la mancha del gen peronista.
Sin embargo, la libertad es un barco que atraca en todos los puertos, un aliento que avanza sobre los mares sin respetar palabras como patria o patriotismo. Vocablos estos que para lo único que sirven es para hacernos creer que pertenecemos a un lugar, o para engañarnos como ya nos pasó, una fría mañana de otoño en que la guerra se erigió como el único camino posible.
Este ADN que llevo grabado en mi cuerpo y que simplemente es el hilo conductor de otras miles de almas, no es otra cosa que un embrión, la semilla que me transforma en caminante, la posibilidad de acabar con la desconfianza, los prejuicios, las diferencias, y entender que éstos son preconceptos estúpidos que pertenecen a la escasez de información y, sobre todo, a la falta de contacto humano. Y que los lazos, la amistad, el reconocimiento hacia el otro, solo se forjan a través del tacto, de las miradas, de la palabra, y que un enemigo deja de serlo en cuanto se abre y te cuenta cuáles son sus gustos, o cuáles son sus sueños.
Tal vez por ello sea tan importante viajar, viajar y comprobar que los españoles no son todos toreros, y que todos los chinos no comen arroz ni son tan pequeños; viajar y ver con tus propios ojos que los alemanes pueden tener sentido del humor, y que los americanos, al igual que los cubanos, también pueden disfrutar del fútbol; viajar y enterarse de que los franceses no van por el mundo diciendo mon amour, o que los ingleses, además de la música, disfrutan de hacer buenos amigos. Viajar y aceptar, aunque nos pese, que los italianos en cuestión de amores, nos llevan unos cuantos siglos de ventaja.
Es absolutamente necesario romper con la idea de que el mundo es así y no hay nada que se pueda hacer para cambiarlo. Es vital acabar con el fanatismo y entender que en nuestro ADN no existen palabras como odio, racismo, desigualdad, homofobia, pobreza, hambre, miedo. Y entonces, una vez que hayamos entendido que todo depende de nosotros, el ADN no será más que la respuesta a este mundo que pretende ir en contra de la naturaleza…
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