A la orilla del Támesis…

Luego de caminar por algún tiempo y de vivir algunas experiencias, arribé a la conclusión de que ese largo camino me volvía una y otra vez al mismo punto y  que, a pesar de estar en lugares muy diferentes, cada vez que llegaba a una nueva ciudad, tenía la extraña sensación de haber estado alguna vez. 

Sin embargo los ojos no parecían actuar de la misma manera, y a medida que avanzaba, las pupilas se dilataban cada vez que me sorprendía o veía un paisaje nuevo. Y cuando esto ocurría, intentaba tomar cierta distancia, verlo con detenimiento hasta absorber cada una de sus particularidades. Por lo general, siempre encontraba un lugar donde descansar y entonces me quedaba observando eso que parecía deslumbrarme hasta que perdía la noción del tiempo. 

Fue así como una noche sentado en un banco de plaza de una ciudad que agonizaba, reposé mi espalda para observar la forma de un reloj que se ubicaba en lo ato de la torre de un viejo palacio; una esfera gigante a la orilla del Támesis. Todavía recuerdo el sonido seco que hicieron sus agujas cuando marcaron la medianoche, fue un martilleo brusco que duró apenas un instante y que dio la impresión de hacer callar al río que, lejos de obedecer, continuó susurrando su música como lo venía haciendo desde siempre.

Pero este poderoso reloj no fue lo que más me llamó la atención, sino el color  metálico de la luna que, además de atraer mi mirada,  me alertó de un mágico descubrimiento. Digo descubrimiento, pero en realidad fue una especie de certeza; eso que en ocasiones suele invadirnos o tomarnos desprevenidos. Lo cierto es que la luna se alzaba grande y cargada de brillo, cercana como una anfitriona amigable y deseosa de compartir su alegría. Recuerdo que en aquel momento hubiese querido tener un telescopio para observarla de cerca, ver sus imperfecciones o sus lugares más íntimos; sin embargo ella estaba ahí, tan blanca y diáfana como nunca antes la había visto, tan dueña de la noche que era la envidia de cualquier mujer. Y a medida que más la observaba más me dejaba llevar por su encanto, y fue así que su luz acabó por atraparme y me quedé mirándola por un largo rato. Un tiempo que no puedo precisar pero suficiente para hacerme saber que esa noche yo había sido el elegido.

A pesar de eso, esta experiencia no pretendía afirmar o descubrir que el universo era maravilloso, cualquier idiota era capaz de darse cuenta de eso; este descubrimiento partía de lo conocido como bien podía ser la luna para alcanzar eso que desconocemos y que, sin embargo, está ahí esperando ser descubierto. Y si bien estaba hablando del universo, no pretendía convertirme en cosmonauta y mucho menos salir a conquistar el espacio; lo que estaba diciendo era tomar como punto de partida un hecho banal como puede ser la observación del cielo, para llegar al convencimiento de que existe un lugar o una ciudad imaginaria en la que uno pueda estar a salvo.

Tomar la mente como fuente de inspiración y ser capaz de convertirse en un astronauta de su propio destino; explorar en el interior para llegar a distintos puertos y tener la libertad de continuar el camino hasta que los deseos de descubrir o de descubrirse digan lo contrario; romper las barreras de lo imposible y pensar la vida como un viaje lleno de infinitas posibilidades; tener el valor de dejarse llevar por los sentimientos que afloran en la cabeza y no permitir que nada ni nadie sea capaz de estropearlos. O simplemente, correr por correr nomás hasta olvidarse del tiempo, para luego sentir como el corazón estalla, pero no de cansancio sino de entusiasmo.

Me reí y balanceé la cabeza. El ruido de la calle se había desvanecido y el reloj del viejo palacio marcó las tres de la madrugada. El río continuo con su música sin prestarle atención y, en su lugar, me alcanzó con una brisa fresca. Metí las manos en el interior del saco y volví a llevar la mirada hacia el cielo: estaba tan maravilloso como nunca antes lo había visto…

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