2072…

Pasaron muchos años desde aquel día. Cientos de momentos, de impresiones, de dudas, de decisiones que hubo que tomar y en las que creí que estaba en juego mí vida. Hechos que me han marcado, fallos, innumerables personas, hombres y mujeres que hicieron del viaje una aventura; esa por la cual he creído. Años, muchos años pero en ninguno, un instante tan significativo como esa mirada que dio lugar al comienzo. Y hoy, sin comprenderlo aún, la vuelvo a ver abrazando a un niño con el rostro lleno de lágrimas, con la mirada llena de felicidad.

A lo lejos se oye el tenue sonido de algo que no alcanzo a distinguir. La desesperación parece dispuesta a desenmascararlo pero, en su lugar, mi corazón se agita y noto cómo todo mi cuerpo se cubre de miedo. Luego pasan unos instantes y logro serenarme; y entonces, vuelvo a ver la imagen de un niño montado en un triciclo mientras una terrible  explosión  amenaza con achicharrar el cielo. Pero antes de que el mundo se venga abajo mi madre lo abraza y lo aparta del peligro.

Me ahogo, me inquieto; intento comprender el porqué de las imágenes, el porqué de esta sensación que me paraliza el cuerpo, dejando apenas un pequeño espacio para respirar. Y entonces una luz llega desde algún lugar estableciendo una tregua y, misteriosamente, me dejo abrazar por una sensación de paz.  

Pero una vez más las imágenes me azotan, insisten, juegan a distraerse con ese niño que se muestra más grande. Y entonces ya no tengo dudas: ese niño soy yo. Corro por una playa desierta, monto en bicicleta, estoy con un guardapolvo blanco en el salón de actos de la escuela;  Pancho y yo nos abrazamos después de haber ganado un partido de fútbol, Paola está sentada a mí lado con sus cintitas blancas en el pelo. Y a pesar de que ya no escucho ese extraño sonido, presagio que se trata de un aparato que controla el ritmo cardiaco de las personas, comprendo que se trata de mi corazón.

Pero en lugar de dejarme atrapar por la posibilidad del final vuelvo a los recuerdos de la infancia; aparto la idea de que el tiempo se acaba y me aprovecho de éste último para estar de nuevo  entre ellos: grito de alegría junto a mi padre el día que Diego hizo gatear al pato Fillol, Paola me sonríe y una vez más la felicidad se instala en mi cuerpo, Julieta y yo nos besamos.

Lloro y tímidamente esa lágrima me dice que aún estoy vivo, y que esas imágenes evocadas instantes atrás no son sino la prueba de que he tenido una infancia feliz. Entonces una vez más la luz me alcanza; una vez más ésta llega para cubrirme con su calor y para hacerme saber que es la última noche. 

Debo confesar que llevo tiempo esperando este día. Y si bien es mentira que uno se prepara para morir, todo hombre sabe que es inevitable que esto suceda. Y cuando al fin llega ese momento, no solo comprende que es un completo ignorante sino que además se da cuenta de que es un cobarde; y que todas esas afirmaciones no son más que estúpidas teorías. Que la nada, esa  que me había perturbado durante tantos años, no es tan oscura como uno se imagina, ni es tan espesa, ni tan aterradora. Entonces la vida no solo se torna absurda sino inadmisible. Pero es inútil pensar en esas cosas, solo resta esperar. 

Blanco, todo se vuelve vago y confuso; y de ese desconcierto un tímido papel se balancea sobre la máquina de escribir. Luego un traqueteo rompe con el titubeo y culmina con el sonido estridente de una tecla que se queda flotando en una habitación saturada de libros. Sonrío, estoy dichoso. <Cómo para no estarlo –pienso–. Es mi primera novela>. Súbitamente me levanto de la silla y cojo ese montón de papeles y lo elevo sobre mi cabeza como si fuera un trofeo. Corro hacia la calle con el mamotreto en la mano y me confundo entre el ruido y el murmullo de la gente. Y a pesar de no reconocer a nadie, siento un deseo irrefrenable de gritar al mundo que soy feliz.

Casi no puedo respirar, esta última imagen me ahoga y atormenta. Todos los hombres que llegan a este mundo lo hacen con un único desafío. Pero la duba los somete a cada paso y,  en la mayoría de los casos, esta neblina dura toda la vida. Yo desde muy joven supe que quería ser escritor y cuando logras terminar tu primer libro comienzas a entender que existe un camino. Y a pesar de haber dedicado toda la vida a la literatura, y de haber descubierto que has logrado llegar a más personas con otros escritos, sabes que no hay momento más pleno, exagerado y desmedido que el de la primera novela.

Todo pasa demasiado rápido. Inexplicablemente los hechos se transforman en una sucesión de retratos donde se repite un mismo personaje: el mío. Y entonces la imagen de Carmen se instala con fuerza en mi cabeza y yo me dejo atrapar por su perfume. Mis brazos rodean su cuerpo y reparo en todas las veces que besé su piel y en las que me miró con sus grandes e inquietantes ojos azules. Pienso en esas caricias y en los instantes  en los que la vida nos hacía saber que éramos el uno para el otro. Pero de pronto, el sonido del aparato se aviva y su figura se desvanece. El recuerdo se queda detenido en alguna parte y yo me aferro a su brillo como aquel que se resiste a perderlo todo. Sé que no tengo mucho tiempo, el pequeño lazo que me une a este mundo, es la única esperanza de tenerla una vez más. 

Pero ese pitido parece dispuesto a no detenerse, persiste en la idea de hacerme entender que los recuerdos no son más que ilusiones; evocaciones que la mente crea para no llegar a la desalentadora conclusión de que nada tiene sentido. Sin embargo, la imagen de una ciudad rompe con esa idea y otra vez es Carmen la que corre hacia mí y me abraza con fuerza, una vez más es ella la que llega y pega su corazón junto al mío: Buenos Aires está maravillosa, su luz se funde en el semblante de Carmen que, sin dejar de abrazarme, fija su mirada en la mía y con desesperación me dice te amo.

Sin embargo  ya no es el silbido del aparato sino unos  aplausos los que estropean ese instante, no es la amenazadora oscuridad sino un público muy elegantemente vestido lo que se interpone entre nosotros. Desde un escenario recibo un premio que, a juzgar por las personalidades, parece ser importante. A mí me importa un bledo. Quiero que todos esos imbéciles desaparezcan y me dejen a solas con la mujer que amo.

Pero éstos idiotas no paran de molestarme, de regalarme elogios, de felicitarme enérgicamente y decirme lo mucho que admiran mi obra. <Mi obra  –pienso –. Estúpidos, si supieran que todo lo que he escrito es una mierda, que tanto papel no sirve absolutamente para nada, que lo único que realmente tiene sentido está más cerca de lo que ellos suponen.>

Las lágrimas brotan con fuerza, y los imbéciles no paran de aplaudir, de sonreír y de hacerme saber que soy como ellos. Yo no los miro y sin embargo insisten.  Apenas hago un gesto para disimular el desprecio, pero éstos continúan respondiendo con absurdas demostraciones. El tiempo se acaba y las fuerzas amenazan con abandonarme. El rostro de ella no aparece por ninguna parte y los idiotas de frac están por todos lados. De pronto, toda la habitación se cubre de silencio, y éste, es acompañado por un silbido tenue y lejano.

La luz es cada vez más intensa, y el calor amenaza con derretirlo todo; pero yo estoy cada vez más frío. Y como un chiquillo que está aprendiendo a caminar, me dejo llevar por cientos de manos que me llaman desde el otro lado del camino; desde un círculo resplandeciente que llega hasta mí en una caricia cálida y uniforme.

Y continuo así por unos instantes hasta que, cegado por un brillo que no me permite avanzar, me detengo. Pero de pronto una mano me alcanza y comienza a elevarme. Y entonces noto cómo mis facciones se van transformando y se van haciendo cada vez más suaves: esa mirada angustiada y sombría de los últimos años pasa a transformarse en el rostro de un joven dominado por la curiosidad.

Pero mi asombro no acaba ahí; la mano a la cual me aferro pasa a convertirse en un brazo de mujer, y éste a su vez, en el descubrimiento más extraordinario: es mi madre. Y antes de que pueda reaccionar y abalanzarme sobre sus brazos como un niño, la sorpresa continúa. Por detrás una mano se apoya con firmeza sobre mi hombro: es mi padre. Están igual de jóvenes que en la foto de la playa, igual de resplandecientes como en aquel verano.

Finalmente, nos quedamos mirándonos y sonriendo sin decir una palabra. Luego mi padre nos rodeó por los hombros con sus brazos y caminamos juntos hasta que nuestros cuerpos se perdieron detrás de una espesa luz. Es entonces cuando la idea del cielo cobra sentido; cuando el misterio más oscuro se aclara…

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