Amanecer…

En ocasiones es extraño entender como suceden algunas cosas. A veces no hay más que levantarse una mañana y dirigirse al espejo; encontrarte con ese desconocido que te mira con naturalidad, y, desde esa franqueza desprovista de toda impostura, descubrir una expresión que vuelve de algún sitio. Y a pesar del miedo y de las dudas, a pesar de todo aquello que te paraliza, comprender que se trata de ti y no de otra persona. Y así como la vida se transforma día tras día sin llegar a notarlo, como ésta experimenta pequeños cambios que somos incapaces de advertir, de ver, de predecir, de imaginar, de descubrir, incapaces porque en todos ellos habita un interior oculto que está más allá de nuestro alcance; esa imagen que te devuelve el cristal, no es más que el resultado de que algo en tu interior ha cambiado.

Esa mañana tomé la toalla y la apoyé suavemente sobre mi cara, la retuve por unos segundos y con ansiedad sentí ganas de verme nuevamente en el espejo. No me reconocí. Fue como volver de un largo viaje: me quedé inmóvil frente a un tipo que me miraba y se sonreía con naturalidad, con confianza. Entonces tuve curiosidad, ganas de interrogarle, de preguntarle muchas cosas, pero súbitamente me invadió una sensación de rechazo, de desprecio. Vaya a saber por qué me rehusaba a creer que el destino podía ser distinto. Y alimentado por las fantasías de ciertos antihéroes que habitaban en las novelas que leía con pasión, fruncí el ceño e intenté volver a esa expresión de tipo duro.

Lo cierto es que cuando vi a ese tipejo tan feliz frente al cristal, lo primero que pensé fue en insultarlo, en escupirlo, en reprocharle por todos esos años de indiferencia; en tomarlo por el brazo y empujarlo por donde había venido. < ¿Cómo se atreve? –pensé–. ¿Cómo pretende dar vuelta la página y sepultar todo en el pasado…?> Luego continúe inmóvil por unos segundos frente al espejo, hasta que los rayos del sol  que se introdujeron por la claraboya del techo me advirtieron que había dejado de llover.

A continuación salí del baño y me dirigí a la cocina, abrumado aún por lo sucedido momentos antes. Tomé el frasco de café y comencé a depositarlo en la cafetera; ésta yacía en la mesada salpicada por unas gotitas de agua, con el pico apuntando en dirección a mis ojos. Sin entenderlo, arrastrado por una súbita curiosidad, comencé a mirarla y advertí una forma de pájaro. Luego continué insistiendo y me sorprendió descubrir lo que se escondía detrás de aquella expresión metálica y puntiaguda: su pico no se dirigía hacia a mis ojos, sino que lo hacía en  dirección a mi boca. Entonces deslicé suavemente el dedo índice sobre mis labios y para mi asombro advertí que aún seguía viva esa sonrisa dibujada en el espejo.

Volvió a sonar el despertador. Me había olvidado de quitar la alarma. El sonido rompió con la calma de la mañana y me dirigí al cuarto con intención de acabar con ese martilleo insoportable. Al regresar el olor a café había invadido todo el comedor y, el silencio,  recuperado el control de la mañana. Luego tomé la cafetera y vi  como el líquido se sumergió en el interior de la taza. El aroma del café una vez más conectó con mis pensamientos.

Ya en la calle, advertí como el rumor de la ciudad se entremezclaba con el presuroso andar de la gente  y, atraído por una fuerza que desconocía, me detuve en una esquina a observar el devenir de los transeúntes sin preocuparme demasiado por llegar temprano al trabajo.  Aquella mañana, todo se mostraba distinto y, por un momento, me sentí como una especie de alienígena recién llegado a la tierra. Fue entonces cuando descubrí que la ciudad funcionaba de forma inconsciente, y que los hechos ocurrían sin que nadie lograra notarlos: en una esquina un viejo mendigo, de barba plateada y con aspecto de buscador de oro, intentaba llamar la atención de los peatones haciendo sonar una taza metálica y poniendo cara de payaso. En plena avenida, una mujer robusta de origen magrebí salió de un taxi con un pequeño en brazos y una gran bolsa en la que parecía cargar con todos los recuerdos de su tierra. Sentados en la terraza de una cafetería, una pareja de sordomudos le confesaban su amor al mundo con extraños gestos y a los gritos. Un coqueto perrito blanco miraba a su dueña (una señora elegante y de avanzada edad), como recogía del suelo sus necesidades haciendo un gran esfuerzo por no perder la compostura. Una pequeña y simpática pelirroja arrastraba con una mochila que la doblaba en tamaño y de la  que nadie, ni su madre, parecían poder liberarla.

Una vez en el auto, encendí la radio y comenzó a sonar un tema de Joaquín Sabina. Un tema de amor, tal vez el único tema de amor que habla de este particular sentimiento con coherencia y sin sentimentalismos. Y entonces comprendí que la vida es como un gran cántaro en donde se juntan todos los misterios; misterios que, un buen día, nos alcanzan para saciar nuestra sed y para transformarnos en otras personas.

Sin embargo y a pesar de estas impresiones, algo en mi interior se resistía a creer en todo lo que me estaba pasando. Y, en su lugar, en mi cabeza se generaba una lucha interior que me impedía disfrutar abiertamente de ese momento. Y entonces, una y otra vez, recaía en miedos, en inseguridades, volvía a viejas experiencias que empañaban estas nuevas sensaciones; una y otra vez, me preguntaba, me interrogaba en voz alta, cavilaba sobre las huellas del pasado, una y otra vez, antiguos pasajes de mi vida se empeñaban en hacerme dudar.

Ya en el canal, saludé a la gente y me dirigí al plató. Luego el realizador se me acercó con la prisa de siempre y con gestos que pretendían demostrar conocimiento me hizo saber el encuadre que buscaba. El pobre tenía aires de director de cine. Y al igual que la mayoría de los que trabajaba en el canal, incluidos los de limpieza, había desarrollado un marcado esnobismo. Pero a mí me daba  igual. Yo lo único que quería era hacer bien mi trabajo y largarme. Lejos. Muy lejos de ese universo vanidoso y estúpido.

Los años habían pasado rápidamente y la realidad me hacía ver con crueldad que poco o nada quedaba ya en mi cabeza de los tiempos de la escuela de cine, de los días en que junto a mis colegas de entonces pensábamos que cineasta, escritor, guionista y loco eran sinónimos. Sinónimos en los que la locura buscaba compensar esa falta de madurez de la que todos y sin excepción adolecíamos. Y lo cierto es que esos eran otros tiempos; y si bien aún no había perdido la esperanza de ser director, la única verdad era que trabajaba de cámara en un canal de televisión a las órdenes de un tipo que de loco no tenía nada. Curiosamente, aquella mañana había transcurrido sin sobresaltos, el realizador parecía haberse tomado un tranquilizante y yo me sentí tan seguro como nunca.

Luego llegó la hora del descanso y encendí el móvil; y de pronto un sonido estridente me indicó que había entrado un mensaje: “¿Cómo estás? Anoche me reí muchísimo, hace mucho tiempo que no lo pasaba tan bien. Te mando un beso grande”. Era ella, no podía negar que era el mensaje que estaba esperando. Carmen había entrado en mi vida como una bofetada.

Antes de conocerla mi vida se debatía entre la rutina y la ocasión. Rutina por el día a día del trabajo que por momentos me desesperaba. Ocasión por las noches de recurrentes fines de semana en los que pretendía sacar a relucir mis dotes de Don Juan argentino. Pobres dotes. Pero, ¿quién era yo realmente? ¿Qué quería? Esa era la pregunta que me hice muchas veces, la pregunta que en la soledad de mi habitación, jamás encontró una respuesta.

La noche que la conocí había salido con un par de amigos con la idea de tomar unas cervezas. Lo gracioso era que ninguno de los tres tenía planes de que la cosa se alargue demasiado. El error o el acierto, según desde el prisma que se mire, fue encontrar un bar donde las copas estaban muy baratas; y como siempre suele ocurrir en estos casos, cerveza va, cerveza viene, decidimos seguir de fiesta. El lugar elegido fue la terraza del muelle deportivo. Al llegar hicimos una pequeña cola y entramos sin esperar demasiado: el ambiente se encontraba en ese punto en el que sientes que cualquier cosa puede pasar. Nosotros nos dejamos llevar por la música y, sin pensarlo demasiado, atravesamos el caos y llegamos hasta la barra.

Y entonces la vi. De pronto la noche se había transformado y una luz trazó un camino entre su cuerpo y el mío. Nadie pareció advertirlo y me dejé llevar como quien es atraído por una fuerza irresistible. Mis amigos no notaron mi desaparición y yo marché a través de un círculo iluminado como aquel que avanza hacia una imagen divina. El ruido había desaparecido y me quedé a solas con el rostro de una mujer que parecía tener ojos solo para mí. Todo lo que pasó después, fue un regalo que me hizo saber que, el amor, es una energía que habita en el corazón de cada uno de los hombres…

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