Una deuda…

Lo primero que voy a decir es que jamás podré pagar mi deuda. No podré porque no existe esa posibilidad. Y si no existe es porque no se trata de una cuestión de dinero. Un dinero que por otra parte yo, y creo que nadie, estaría en condiciones de poseer. No, no se trata de eso. Pero lo más curioso, o lo más paradójico de todo, es que tampoco se puede hacer nada para intentar cancelarla de otra manera.  Quiero decir, no hay cuento ni historia, no hay canción ni canciones, no hay cuadro ni monumento; no hay homenaje lo suficientemente grande que sea capaz de pagar esta deuda. No, no se puede, créanme; no se puede.

¿Y por qué no se puede? Simplemente porque él fue el único artista que entendió al hombre desde un todo. Él fue el único que vio al niño y al adolescente, al padre y al anciano. Los vio y porque los vio quiso hacer que sus vidas cambiaran para siempre. Y la mía sí que cambió; cambió y si hoy soy la persona que soy es, entre otras cosas, por todo lo que él me regaló.

Claro que cuando descubran de quien les hablo, más de uno creerá que estoy exagerando, o tal vez pensará que soy un tipo que se ha vuelto loco. Pero no. Y a pesar de que están en todo su derecho de seguir creyendo lo contrario, al menos, denme la oportunidad de explicar lo que pienso.

Hay una etapa en la vida que es fundamental; una etapa en la que tiene lugar un fenómeno al que yo llamo “el estadio de lo imposible”. Imposible porque es uno de los pocos momentos de la vida sino el único en donde el lenguaje desaparece, se evapora; y justamente por eso, es incapaz de describir este singular acontecimiento en el que la felicidad tiene lugar en estado puro; quiero decir, sin una teoría o especialista que pretenda justificarla. No, no se puede. Y si no se puede, no es por falta de conocimientos; no se puede, simplemente, porque no se trata de una cuestión de conocimientos. Se trata más bien de una ruptura en la que el tiempo y todo lo que nos atrapa deja de ser percibido; un instante en el que la realidad desaparece provocando que la conciencia del niño se pierda y desde ese extravío su mente divague por un vasto espacio multicolor que solo él reconoce; espacio que, una vez habitado, no solo estará presente en las distintas etapas de la vida, sino que nos permitirá volver cada vez que lo veamos necesario. No se puede, además, porque solo el niño, a pesar de no ser consciente, es el único capaz de experimentar esa sensación. Experimentarla de manera autentica.

Por ello, considero a esta etapa la más importante de la vida. Por ello soy el primero en decir que hay que mimarla y protegerla. Cuidarla y hacer de ella una fortaleza en la que el niño tenga la posibilidad de soñar con total libertad. Libertad que le permitirá crecer sano y ser un hombre de bien, tener amigos y enamorarse, mirar al otro y entender que es parte de su comunidad.

Claro que todo esto sería muy difícil de lograr si el niño no tuviera la posibilidad de crecer en el entorno adecuado; quiero decir con espacio suficiente para que sus héroes sean propios y no el resultado de alguien que se ha creído con el derecho de meterse en un terreno que no es el suyo.

Repito, mi deuda es infinita, y a pesar de que estoy condenado a seguir intentándolo hasta el final, sé que jamás podré pagarla; seré arrastrado por los vientos de una nueva era y desde allí las viejas imágenes de hoy serán la envidia de generaciones que dotadas por las más sofisticadas tecnologías comprobarán lo que siempre sospechamos. No, jamás podré pagar esta deuda; una deuda que  tomé cuando apenas tenía 7 años y  que luego se haría imposible de pagar una caliente, muy caliente, tarde mexicana de 1986…