A veces pienso que lo mejor de la vida ya pasó y que lo que hago no es más que un pasatiempo para ahuyentar a la muerte. En ocasiones esta certeza se apodera de mí y entonces veo con claridad el vacío.
Claro que muchos creerán que con cincuenta años todavía queda un largo camino por recorrer, experiencias que vivir, o sueños que parecieran estar al alcance de la mano. Pero no, esta seguridad no vacila en hacerme notar que esos sueños no son míos sino que son el resultado de un penoso objetivo que tiene lugar cuando comenzamos a dar nuestros primeros pasos. Y entonces, una vez más tengo que respirar con fuerza hasta que esta voz decida marcharse.
Esto que les cuento me pasa con regularidad desde hace algún tiempo; antes en cambio, solo aparecía en esos silencios incómodos en los que el futuro se me presentaba como algo incierto. Pero últimamente, la presencia de esta voz me acompaña adónde voy; ya no solo es parte de mí sino que no duda en hacerme saber que el futuro no es más que una ilusión.
Sin embargo, no vacilo en pensar que soy un cobarde; un cobarde que prefiere mentirse a sí mismo a ver la realidad con sus propios ojos. Un iluso que sueña con ser escritor en lugar de tomar una pistola y acabar con todo.
Pero bueno, a ver quién se atreve a desmentir que esto que llamamos vida no es más que una gran parodia. Una comedia en la que sobran la mayoría de los personajes. Porque es estúpido creer que alguien es imprescindible, es de idiota pensar que con nuestro mezquino comportamiento vamos a alcanzar la inmortalidad o el reino de los cielos.
No, lamento desilusionarlos pero no. Solo un pequeño grupo de actores son suficientes para formar una comunidad (o una vecindad con intenciones de cambiar algo). Solo un pequeño grupo de personas conscientes son necesarias para provocar que este rumbo equivocado pueda volver a encontrar su cauce.
Necesitamos un tsunami, o una gran tormenta que riegue la tierra y que nos libere de los cuerpos que ya no son necesarios; que arrastre con la hipocresía y con todos esos egos que hacen tanto mal y que huelen a museo mezclado con formol y naftalina. Un tsunami, un encolerizado y poderoso tsunami que no me tenga piedad y que, al marcharse – justo un instante antes de dejar la tierra completamente regada de cadáveres—, rompa por última vez en la oscuridad para advertir a los jóvenes que sobrevivan que la muerte no es una fatalidad sino una posibilidad. La única capaz de cambiar algo.
Porque si hay alguien que puede cambiar algo son los jóvenes; los jóvenes que todavía conserven un espíritu rebelde. Quiero decir, aquellos que aún no se han dejado convencer por la mentira: los que hacen el amor sabiendo que, en ese acto natural, no solo está la libertad, sino la energía que nos hace falta para cambiar las cosas…
Las edades son relativas y depende de nuestros pensamientos, el nivel de rebeldía y las ganas de cambiar las cosas (o al menos intentarlo).
Muchos de los males de la sociedad, provienen precisamente de la misma gente con la que uno convive en el cotidiano, manejando o de a pie. Y una de las mejores cosas que podemos hacer, es repudiando las distintas injusticias y actitudes nocivas, para que siendo mejores, buscar las futuras generaciones nos tengan como modelos ejemplificadores a seguir. Ese debe ser nuestro objetivo: vivir como buenas personas marcando una línea de como «ser mejores», para que la sociedad mayoritariamente lo sea.
El tsunami siempre es una posibilidad y probablemente llegue algún día, mientras tanto, nosotros tenemos que hacer lo que nos toca, en este ratito que pasamos por la historia y así, dejar un precedente.