En un rincón de Sudamérica habita una especie singular, un tipo de hombre robusto y gallardo, de piel mediterránea y nariz aguileña; un alma digna de admirar pero dotada de un carácter azorado por cientos de contradicciones. Un individuo único, capaz de las más grandes proezas pero incapaz de corregirse.
Esta familia o estos hombres que llegaron hasta allí en busca de alimento y tierras fértiles, lo hicieron también porque en su afán de conquista vivía la creencia de que un día llegaría alguien ante quien debían arrodillarse. Un dios o una diosa que les indicaría el camino y a la cual deberían rendir pleitesía. Pero el continente se les acabó en ese intento y jamás lo lograron. No lo lograron pero nunca se apartaron de esta idea: <Él o ella vendrán y ya no estaremos solos. Las preocupaciones quedaran atrás y de una vez por todas reinará la paz y la armonía>.
Pero lo cierto es que nada de eso pasó. Pasaron las guerras por la independencia, las sangrientas luchas civiles, los años de bonanza y los benefactores de turno; pasaron los gobiernos militares y las noches de incertidumbre; eso fue lo que realmente pasó y, sin embargo, nada de lo vivido ha hecho mella en su carácter. El mundo cambió y esa transformación tampoco ha servido para adoctrinarlos. Porque a este hombre sudamericano no solo le interesa nada de lo que pretendan venderle sino que resiste. Y lo hace, no porque busque llevarles la contra; lo hace porque en su interior sigue viviendo ese ser primitivo, sigue habitando la mirada de la pampa.
Cuentan que un conquistador (el primero que llegó por esas tierras), intentó engañarlos con una cruz y una espada, cuentan también que debieron salir corriendo luego de una estúpida ceremonia a la que con el tiempo llamaron con el nombre de Primera Fundación. Y lo cierto es que después llegaron otros, otros que además de cruces y espadas trajeron pestes y matanza. Matanza y más matanza mezclada con palabras como civilización o progreso, y otras, muchas otras, igual de ruidosas y rimbombantes; palabras, meras palabras que hoy no solo se han despojado de su aura sino que no significan nada.
Y la verdad es que la sangre europea jamás pudo ganar la batalla. Ya que si bien es cierto que la población ha logrado transformarse (quiero decir el aspecto de estos hombres ya no es el mismo), en sus corazones sigue habitando ese ser que busca desesperadamente encontrar a su diosa. La sangre europea no solo no ha podido alcanzar su objetivo sino que apenas logró mezclarse. Su éxito ha tenido lugar en el cuerpo pero no en el espíritu. El mundo moderno los ha utilizado, engañado, y estafado; no solo los ha estafado sino que pareciera haberse empecinado con ellos. Y si no tuvo piedad es porque piedad no es una palabra que habite en su lenguaje. Sin embargo, este mundo moderno que insiste, una y otra vez, en educarlos y en pisotearlos sabe, en su fuero interno, que nunca podrá ganar esta batalla.
No, los hombres de esta tierra sudamericana no son aptos para la regularización. Y si no lo son no es porque tengan algún tipo de limitación o sufran alguna especie de minusvalía. No lo son porque su espíritu sigue siendo el mismo que habitaba en esos primeros hombres que se atrevieron a cruzar el estrecho. No lo son porque entienden que la libertad es como el rugido de un león atravesando la inmensidad de la selva. No lo son, porque al ser conscientes de sus limitaciones, entienden que son imperfectos. Imperfectos hombres sudamericanos, con el grito a flor de piel, y cargando con el trauma de un psicoanálisis vencido ante la imposibilidad de dar una respuesta clara y definitiva que acabe con la idea, todavía viva, de encontrar a su diosa…