Casino…

Hace un tiempo descubrí que existía una conexión entre Lionel Messi y el uso italiano de la palabra casino. Lo descubrí digamos que por casualidad (o quizá por esas cosas que se escapan a nuestro precario entendimiento), una tarde luego de que la pasión haya dejado patas para arriba mi apartamento; una amiga italiana que por entonces solía divertirse conmigo, tuvo la necesidad de llevar sus manos a la cabeza y expresar en un sardo autentico: Questo è un casino!

Una conexión que, tal vez, solo tenga lugar en mi cabeza (una cabeza bastante particular lo admito); pero si pensamos en el mote del jugador y lo relacionamos con el uso italiano de la palabra la relación se hace evidente. Lo es porque al pensar en el Messi futbolista lo primero que se nos viene a la mente son una serie de quiebres, jugadas, enganches y movimientos de todo tipo que dejan a sus rivales completamente descolocados; despatarrados o tirados en el campo llevando la mirada hacia ese arco que, en la mira de este asesino del gol, siempre aparece amenazado.

Claro que sería un gran error creer que este singular suceso solo tiene lugar dentro del campo de juego. Lo seria porque, al tiempo que los fans hacen lo imposible por no perderse el desarrollo de la jugada, por fuera se experimenta una fantástica parábola que no lleva su apodo sino su nombre. Lo lleva porque el mercado también parece estar muy interesado en los pasos de este muchacho rosarino que, adonde va, hace saltar los números de la economía provocando un gran lio: en su traspaso al PSG vendió 100 millones de dólares en camisetas en apenas una semana.

Y entonces suena el silbato y da comienzo el partido. El espectáculo se llena de color y en pocos segundos la tensión se dispara. Messi hace su aparición y nadie es capaz de quitarle los ojos de encima. Los cantos se hacen sentir y éstos no buscan sino alimentar las intensiones de este serial killer que pronto  toma el balón y se hace dueño del juego. La fiesta da comienzo  y antes de que un adversario pretenda quitarle el balón le tira un caño y lo deja completamente en ridículo. Las tribunas lo celebran con gran entusiasmo y éste les responde con  otra pincelada que acelera aún más el ritmo cardiaco de sus corazones: tira un segundo caño provocando un estallido que amenaza con hacer temblar a toda la tierra. Pero lio  no da tregua y, en lugar de buscar el pase, engancha hacia adentro y se cuela a través de dos defensores que en su intento por frenarlo se chocan entre ellos quedando con cara de tontos en el medio del campo. El lio ya está desatado y, como un misil que se encamina hacia su destino, deja a sus rivales completamente vencidos y con la mirada de alguien que ve pasar a un objeto de origen desconocido. Finalmente, como era de esperarse, pone la mira en los tres palos, carga su zurda y dispara. El partido no ha hecho más que comenzar y en pocos segundos no solo ha conseguido provocar un casino sino que recibe la primera ovación: MESSI, MESSI, MESSI… La alegría le da paso a la locura y ésta convierte al estadio en un volcán en donde todos los sentimientos se funden. Nadie pareciera estar en su sano juicio y esta transformación no deja a nadie inadvertido: los hinchas cantan, bailan y revolean sus camisetas, al tiempo que se miran entre ellos, como buscando un espejo en donde reconocerse. El lio es una realidad y los fanáticos no hacen más que saltar y estar pendientes de no perderse la próxima jugada.

Tal vez ahora me entiendan, o quizás sigan pensando que soy un desequilibrado. Pero más allá de esta pequeña apreciación por mi parte, nadie puede negar que su mote tenga una connotación curiosa. Curiosa como esta palabra italiana que en su momento no entendí y que, repito, más tarde me llevó a esta particular asociación.

Lo cierto es que este jugador argentino (y discípulo de Maradona) es fiel a su apodo. Lo es porque cada vez que lleva la pelota en sus pies se convierte en el más singular provocador de casinos. Sin embargo, hay algo que me resulta muy llamativo; algo que, además de hincha, me convierte en fanático. Quiero decir, el esfuerzo que hago por no perder el hilo de la jugada cada vez que este pequeño gigante lleva la pelota atada a su zurda, no me permite advertir del todo que estoy a punto de ser testigo de otro gran lio; advierto la tormenta, el desastre, incluso hasta puedo avizorar el delirio; advierto las secuelas y esa sensación de bienestar que se queda grabada en el rostro una vez que el momento pasó o es parte de la historia, lo advierto todo. Pero soy incapaz de ver que ese gol o esa jugada, no es tanto la medicina sino el veneno: la muerte de un instante único que jamás se volverá a repetir…