Un paisaje de ruinas…

Cuando miro para atrás surgen varios indicios que me llevan a pensar que la historia ha cedido; que algo se escapa y en esa pérdida nada es lo que parece. Cuando llevo la vista al pasado y me pregunto qué fue lo que pasó, de la tierra brotan ríos de sangre que ponen a la historia contra la pared como si ella fuera la única culpable del mal que desde hace siglos nos acecha.

Pocas cosas me generan tanta curiosidad. Y sin embargo, fracaso una y otra vez ante el deseo de esclarecer los hechos: los historiadores no aportan demasiado, y la mitología nos habla de un mundo idílico en el que los dioses cantan y beben: Apolo se entrega a los brazos de una doncella embriagado por el sonido de una citara; Dionisos bebe con deleite mientras su mirada se pierde en el vuelo de unas aves que se abren paso en el cielo abierto.

Lo cierto es que hubo un quiebre, y ese quiebre se transformó en un punto en donde los sucesos tomaron un rumbo equivocado. De pronto, la tierra se revistió de valor y cada metro cuadrado pasó a ser conquistado. Los desplazamientos tuvieron lugar y, en ese impulso por adueñarse de eso que siempre les había pertenecido, los hombres renunciaron al deseo de oír crecer la hierba.

Desde entonces la historia pasó a ser escrita con sangre y a ser revestida con distintos nombres: es una cadena constituida por cientos de eslabones que nos sirven para entender nuestro presente –dijo un filósofo. Es también una dialéctica compuesta por una  serie de afirmaciones y negaciones que avanzan superándose una y otra vez hasta alcanzar una totalidad –insistió otro que pretendió darla por finalizada. Es un paisaje de ruinas –exclamó alguien que al parecer tuvo una conversación con un ángel. Es una discontinuidad permanente en la que distintos agentes luchan por imponer su verdad –concluyó otro al que no le importó romper con los argumentos más aceptados.

Y podríamos agregar otras tantas definiciones, pero ninguna de ellas son del todo ciertas. Y si bien no es posible asegurar nada, sabemos también que el azar no interviene o interviene poco en estas cuestiones. Él más bien posee un carácter alegre, travieso, conciliador, distraído; y cuando se le ocurre intervenir en nuestras vidas pareciera que solo lo hace con la intención de divertirse.

Lo cierto es que existió un punto de inflexión y ese punto de inflexión hizo que el destino tomara un rumbo peligroso. Con la moral todavía joven y atraída por innumerables dioses paganos avanzamos sobre las tinieblas sin protegernos de las tentaciones. El instinto triunfó sobre el amor y usamos nuestro intelecto para matar. La sociedad patriarcal hizo su aparición y la historia tuvo que soportar las mayores atrocidades. Ignoramos nuestro centro y la vida se transformó en un campo de batalla. Crecimos y ese desarrollo nos encontró vestidos con ropa de guerreros. Los hombres pasaron a verse como una amenaza y las guerras tuvieron lugar en todas partes. Nos matamos unos a otros y pronto palabras como dolor, miseria, hambre, destierro, esclavitud, se fueron extendiendo a lo largo del planeta. La iglesia hizo su aparición  y, en lugar de acabar con el dolor, nos prometió la salvación eterna.

Luego la historia continuó sucumbiendo y las disputas crearon mitos y figuras que se fueron acumulando en los libros y en los textos que han sobrevivido. La fuerza proclamó héroes a los vencedores y una gran porción de hombres fueron olvidados porque su legado no tenía relación con los triunfadores de las batallas que se iban desarrollando. El capitalismo aceleró este proceso y poco a poco se fue construyendo una moral conforme a sus intereses. América se convirtió en el continente al que había que civilizar y con esta excusa Europa edificó su imperio. La iglesia apoyó este saqueo y pronto esta idea se trasladó a distintas colonias repartidas por todo el mundo. Las guerras continuaron siendo el camino, y palabras como libertad, razón, progreso y cultura quedaron atrapadas en el estómago de esta hidra de mil cabezas que no deja de expeler su aliento venenoso sobre la tierra.

Hoy todo está en tela de juicio. El saber se ha transformado en un vasto campo de individualidades y desde allí solo triunfa el ego. La ciencia continúa enamorada de la técnica y apenas se preocupa por las cuestiones humanas. El monstruo ya no hace nada por esconderse pero el miedo a perder nuestras comodidades nos impide matarlo. El hombre no solo se ha transformado en un saltimbanqui egoísta y vanidoso sino que ha perdido el espíritu revolucionario. Y en su lugar, esta fuerza se ha transformado en indignación. Las masas fueron sustituidas por las redes y en esa transición el poder se ha beneficiado. La lucha ha dejado de ser colectiva para pasar a ser individual. Y desde esa posición, la energía apenas hace mella en  los pies de un muro que pareciera cada vez más infranqueable. El carácter antidemocrático del sistema ha tomado a la verdad por el cuello y, en este atropello, todos los aspectos del hombre están sometidos a la economía. Ya nadie se pregunta por la historia, ni por esos seres anónimos que caminan en la sombra. La igualdad ha triunfado y, en esa victoria aplastante, se han borrado los genes que nos convertían en humanos.

Hoy el hombre es apenas un hiperconsumidor; un títere egocéntrico y narcisista. Es también un esclavo que se pretende libre. Su cuerpo tambalea frente a un espejo y no se reconoce: su deseo por alcanzar el éxito no solo ha reducido el tamaño de su cerebro sino que lo ha convertido en un cuerpo que solo trabaja. Y en esa dinámica, cada vez más desgastante, cada vez más peligrosa, se acaban las posibilidades de preguntase por la historia. Por ese paisaje de ruinas que, todavía canta, todavía espera, todavía sueña, con hacer de la tierra, un lugar en donde los hombres no tengan que matar para ser recordados…

Un comentario en «Un paisaje de ruinas…»

  1. Desgraciadamente, mi querido amigo, desde que conozco la historia del hombre, sus ambiciones desmedidas por el poder de la fuerza y la riqueza económica, no han cambiado demasiado. Están en nuestros genes. Pero no descarto que el hambre y la sed nos hagan comprender un día, que poco vale lo tan alto que hayamos llegado en la escala del poder, si para lograr ese objetivo, debimos usar al hombre como peldaño. Seguramente, ninguno de nosotros dos, estaremos para ese cuándo. Estoy dispuesto a creer que ni siquiera podamos ser agentes para ese cambio, porque me reconozco cansado, de tanto remar en dulce leche. Te dejo mi abrazo fraterno.

Responder a Eduardo Jorge Arcuri Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *