Nada volvió a ser como antes…

Argentina es un país futbolero, eso no hay quien lo niegue. Y creo no equivocarme si digo que es el país más futbolero de la tierra. Los argentinos están un poco locos, eso también es cierto. Pero esta locura no es  algo que vaya en contra de los intereses de nadie, más bien tiene que ver con el deseo humano de gritar. Con esa rebeldía que habita en cada hombre y a la que las instituciones intentan amarrar pero sin demasiado éxito. Los argentinos son indomables, incorregibles, tal vez porque en ellos habita la sangre del gaucho, quizá porque el grito de guerra del indio continúa aún presente. Sin embargo hay un momento en que todo eso desaparece, la fusión tiene lugar y las diferencias se olvidan. Los argentinos dejan a un lado todas sus actividades y, al hacerlo, se transforman en una marea humana capaz de alcanzar los confines más recónditos. Los mundiales hacen posible lo imposible y los argentinos se convierten en un regimiento de locos delirantes que avanzan a paso firme cantando y dejando una estela albiceleste que, atrae a los curiosos, y que deja a los incapaces con los ojos abiertos y con la mirada perdida.

Lo cierto es que por entonces el mundo se hallaba en plena transformación. Tacher ponía fin a la sociedad y el  individualismo se disparaba. El lugar del hombre ya no estaba en la comunidad sino que este cambio de paradigma lo transformaba en un emprendedor capaz de alcanzar todos sus objetivos, todos, incluso la muerte. Por otra parte Argentina se encontraba en una posición muy distinta. El país acababa de salir de un largo periodo de dictadura y su primer objetivo era sostener la democracia. La guerra de Malvinas todavía sangraba y el mundial de futbol era una  buena oportunidad de llevarle alegría a la gente y, además, demostrarle al mundo que los argentinos, muy lejos de lo que imponía occidente, eran una sociedad unida.

Y entonces llegó esa jornada decisiva en el estadio Azteca. La pasión, el colorido, el drama, el nerviosismo pronto se pusieron en marcha y, sin embargo, ninguno de los rostros de los veintidós participantes formados en línea para escuchar los himnos parecía estar en la víspera de un partido de fútbol. Uruguay había sido un hueso duro de roer pero Inglaterra, la poderosa y siempre victoriosa Inglaterra,  prometía ser un partido aparte. La guerra todavía estaba fresca en la memoria de los argentinos y los ingleses lo sabían. Sabían también que se enfrentarían al rival más duro que podían encontrar. Todos los ingredientes estaban en marcha pero además, hubo uno que nadie había tenido en cuenta y que en más de un futbolista provocó la idea de creer que estaban disputando un partido en el corazón del mismo infierno: el terrible calor del medio día mejicano.

El partido comenzó lento, luchado, impreciso, y los nervios de los primeros minutos se impusieron por sobre las intenciones de ambos equipos. Luego, poco a poco, se fueron distendiendo, y entonces Diego comenzó a mover el balón. Argentina no tardó en llegar al arco de Peter Shilton pero aun así, el calor parecía jugar en contra. Inglaterra también tuvo una clara en las botas de Beardsley pero Dios pareció estar de nuestro lado. Yo recuerdo que estaba sentado en el piso del salón de la casa de Pablo, junto a él y Diego, su hermano menor. Y lo que recuerdo como si fuera hoy no es una cara sino más bien una voz. La voz del tío de Pablo que sentado junto a la mesa con el resto de los mayores, procuraba acallar nuestra ansiedad con una frase que me la voy a llevar a la tumba: ya viene, ya viene, ya viene el gol de Diego. Pero ese primer tiempo no parecía estar dispuesto a regalarnos ninguna alegría. Y si bien Diego tuvo una oportunidad de tiro libre, la pelota no entró, sino que pasó cerca, muy cerca del palo izquierdo defendido por Peter Shilton.

La segunda parte comenzó más animada que la primera. Diego pronto se hizo con el balón y los ingleses  se vieron obligados a detenerlo con faltas. Pero cuando apenas iban unos minutos del segundo tiempo tuvo lugar una jugada rápida a la altura  del medio campo, un movimiento fugas que dejó mal parada a la defensa inglesa y que, una vez acabado el partido, se transformaría en la prueba de que Dios estaba de nuestro lado. Lo cierto es que Diego recogió un pase del vasco Olarticoechea y arrancó en dirección del área inglesa, luego  hizo un dribling y se quitó a varios ingleses de encima, y antes de llegar a la medialuna del área rival, tira una pared con Valdano que no alcanza a dominarla pero que ocasiona en el defensa inglés un desafortunado rechace hacia el corazón de su propia aria. Y entonces tuvo lugar el acontecimiento divino, ese que provocaría la ira de todo el equipo inglés sobre el árbitro, y que pondría a diego a la altura de Dios: Diego salta a cabecear y  mientras vuela se lleva el puño izquierdo a la cabeza y antes de que nadie pueda darse cuenta toca el balón suavemente con la mano –la mano de Dios– sobre los brazos abiertos de Peter Shilton que no pueden evitar que éste se introduzca lentamente en el arco.

–GOOOOL… –gritamos Pablo y yo y nos abrazamos sin estar del todo convencidos.

–GOOOOL… –gritó el tío de Pablo que no paraba de repetir—viste, viste, sabía que Dieguito no nos podía fallar…, viste, viste, lo vengo diciendo desde que comenzó el partido…

–GOOOOL… –se oyó en toda la cuadra y por primera vez la historia parecía estar de nuestro lado.

Le estábamos ganando a Inglaterra con un gol con la mano y nadie estaba dispuesto a reconocerlo. Y si bien la moral y la ética son cosas serias, la historia nos dice que los ingleses no son ejemplo de nada, sino más bien todo lo contrario. Además, ¿quiénes éramos nosotros para poner en tela de juicio la decisión de un árbitro? Argentina le ganaba a Inglaterra 1 a 0 y el país estaba feliz. Y eso que a otros les podía resultar algo minúsculo a nosotros era lo único que nos importaba.

Pero la cosa no se quedó ahí sino que, minutos después de que tuviera lugar la avivada de Diego, ocurriría el hecho que inmortalizaría su nombre para siempre. La cosa no se quedó ahí y sin embargo yo no puedo arrancarme ese momento de la cabeza. Diego me hizo tan feliz que a partir de entonces nada de lo que vino después pudo compararse a semejante explosión de alegría. Porque el tiempo pasó y, si bien Diego fue capaz de detenerlo por varios segundos, la vida no volvió a ser la misma, o volvió a ser la misma vida de siempre. La misma vida chata y monótona de siempre. La cosa no se quedó ahí pero lo cierto es que yo todavía continúo en el salón de la casa de Pablo, todavía estoy saltando y gritando, todavía escucho voces, gritos, llantos, todavía sigo siendo ese pibe de 13 años que ve como todo a su alrededor se altera, ese niño incapaz de entender que a partir de ese día nada nada nada volvería a ser como antes. Y entonces Diego recibe un pase del negro Enrique en su propio campo y rápidamente se quita un par de ingleses de encima. La jugada es demasiado rápida y sin embargo la cámara pareciera estar congelada, atrapada en el movimiento de un hombre pequeñito que atraviesa la mitad del campo, presa de la figura de un gigante vestido de azul que se dirige hacia el arco inglés. La jugada es demasiado rápida pero Diego no solo consigue confundir a la defensa inglesa sino que hace poner de pie a todo el estadio Azteca. Entonces adelanta el balón con un toque cortito y avanza con la mirada fija en la pelota, en esa pelota que lleva atada a la zurda desde que nació y que nadie puede arrebatarle. Avanza con elegancia sobre terreno inglés y a su lado corre un hombre que no se atreve a tocarlo. Un jugador con la camiseta numero dieciséis que lo acompaña desde que inició la carrera y que más tarde reconocería que a partir de ese día no hay una noche que no sueñe con Diego. La jugada es demasiado rápida pero Diego engancha hacia adentro y pronto acaba con las intenciones de Butcher que queda ridiculizado frente a su magia. La jugada es electrizante  y una vez más Diego se quita un hombre de encima que intenta detenerlo con falta para finalmente quedar mano a mano con Peter Shilton. El corazón me va a estallar y entonces Diego vence a Shilton con un amague y estrella la pelota en el arco de Inglaterra.

–GOOOOL… –gritamos todos y entonces ya no recuerdo más nada.

–GOOOOL… –se volvió a oír desde la calle solo que esta vez el grito no estuvo cortado por la incertidumbre sino que fue alcanzado por la genialidad. Una genialidad nunca vista en un campo de fútbol.

No, nada volvió a ser como antes. Nada, porque nadie duda de que el tiempo se detuviera en ese caluroso mediodía Mejicano. Nada, porque por primera vez el mundo supo lo que era una verdadera explosión de alegría. Nada volvió a ser como antes, porque esta vez a la reina nadie pudo salvarla, y porque la corona, ya no habita en ningún palacio sino que, desde entonces, descansa en el humilde barrio de Villa Fiorito. No, nada volvió a ser como antes. Yo no volví a ser el mismo. Ni los argentinos volvimos a estar tan unidos como aquel 22 de junio de 1986, en el que Dios decidió bajar a la tierra para ponerse la camiseta celeste y blanca…

3 comentarios en «Nada volvió a ser como antes…»

    1. Grato recuerdo, pero de fantasía. Una alegría de fútbol, una mentira como todas las mentiras que nos hicieron creer que somos el pueblo elegido porque Dios es argentino. Diego ya no está para alentar el circo, pero los que quedamos, somos testigos de una decadencia que nos avergüenza cada día. Somos un país rico con 51% de pobres y socios de Maduro en Venezuela. No sé cuándo aprenderemos a ser libres de los dogmas fascistas que impulsó Perón, permitiendo que el adoctrinamiento reemplace a la educación y sean hoy los kirchneristas, los que se apropiaron de la República para hacernos cada día más populistas, vagos e ignorantes. Diego ya no está, hasta su muerte fue un fraude producto de la corrupción.

Responder a Fede Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *