Cosas de rufianes…

En ocasiones los periódicos muestran fotos que irremediablemente te llevan a preguntarte: ¿Cómo se hace? ¿Cómo se hace para tener que soportar tal falta de ética, de moral y de respeto; para entender que si fuéramos otra sociedad las cosas serían de otra manera; para ver con claridad que un dirigente sospechado de corrupción debería dar un paso al costado; para convencernos de que un gobierno serio debería tomar cartas en el asunto?

Pero vivimos en una nube que nos mantiene atrapados, aferrados a una densidad que no nos permite aclarar nuestras opiniones; a una nube que se viene agigantando desde hace mucho tiempo, un periodo que tiene su origen en la victoria de la oligarquía (pongo este punto porque todo lo anterior fueron luchas, sangre y violencia). Y es esta misma niebla la que de tanto insistir, nos resigna a creer que a las ideas les pasa lo mismo que a esas huellas que encontramos fosilizadas en las rocas, es esta neblina la que nos lleva a pensar que la corrupción es algo que no tiene remedio.  

Lo peor del caso es que se ríen de nosotros en nuestra propia cara, y como esos sultanes que se pasean por el mundo exhibiendo su poder, van por ahí sin disimular su arrogancia y pretendiendo vender una realidad que no es la misma que viven el resto de los argentinos. Lo triste es que van creando espejos, modelos a los ojos de las nuevas generaciones que entienden que para ser exitoso no queda más remedio que pisar al de al lado. Generaciones que no tienen trabajo, que no tienen estudio y que por este motivo se han quedado relegadas.

Y todo esto que nos pasa no es el resultado de un destino trágico con el que tenemos que cargar, es más bien el fruto o la intencionalidad de unos políticos que no han entendido bien el sentido de la democracia. Y esta palabra sucia en la que la han convertido, al mismo tiempo, nos ha transformado en víctimas y en culpables. En victimas porque han comprado nuestro silencio. En culpables porque somos nosotros –el pueblo– los únicos responsables de que nos sigan mirando desde arriba; somos nosotros –los hombres y mujeres nacidos en Argentina– los que al naturalizar la pobreza, no solo hemos perdido el espíritu revolucionario, sino que, con cada día que pasa, nos vamos pareciendo más a ellos.

Y es así como esta falta de carácter  que se va desarrollando  dentro de nosotros, o como éste listo en el que nos hemos tenido que convertir por habitar en un lugar que ya no es una sociedad sino más bien una selva, nos provoca una gran incapacidad para mirar al otro; hacia ese otro que ha dejado de ser un humano para convertirse en un competidor, en un animal al que tengo que vencer a cualquier precio. Y entonces la confusión emerge desde todos los sectores y la violencia es la única manera que encontramos para defender nuestra parcela. Porque en esta suerte de darwinismo social en el que estamos sumergidos, solo sobrevive el más fuerte.

Tal vez la respuesta haya que buscarla en Freud, Lacan y todos esos intelectuales que pululan en la cabeza de una minoría; una minoría que no les falta trabajo porque se regocijan buscando soluciones a individualidades que sufren los problemas de la mayoría; una elite que por estar más pendiente de poner en practica conceptos que no sirven de mucho, se muestra incapaz de advertir que cuando una sociedad se hunde no hay psicoanálisis posible.

Abrir los ojos seria comenzar por algo, las sociedades más avanzadas crecieron porque vieron en la política el único camino posible hacia a la libertad, hacia a la democracia, hacia el gobierno del pueblo; porque entendieron que los intereses de uno son también los intereses de la mayoría y, sobre todo, porque estaban hartas de soportar a rufianes, que se enriquecían pretendiendo acallar sus necesidades, por unas pocas monedas…

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