El ángel negro…

El vuelo de unos pájaros que se arremolinaban en lo alto de un árbol, me despertó de súbito y entonces me incorporé sobresaltado. El arroyo que corría a unos pocos metros del lugar en donde descansaba hizo un esfuerzo por serenarme, pero la parálisis que sobrevino después, alcanzó cada centímetro de mi cuerpo, cada rincón de mi alma. Nada de lo que había soñado podía ser posible, nadie tenía derecho a jugar a ser Dios.

Sin embargo, el imperceptible ladrido de unos perros, acabó por confirmar lo que minutos atrás el sueño intentaba decirme: la libertad no es algo que aparezca escrito en una ley o algo que se imponga de un día para otro, la libertad es un sentimiento que nace, crece y se desarrolla, es aquello que se respira, se vive y se siente, es una conciencia que despierta a otras conciencias, es una condena que afecta a todos y cada uno de los hombres. <Tal vez mi culpa fue haber nacido negro> –pensé–. <Quizás mi error fue haber vivido en esta época o en este país en el que los negros nos movemos sin cadenas pero continuamos sin tener los mismos derechos>.

Lo cierto es que yo no la maté, la verdad es que para ellos sigo siendo el mismo manso y sumiso negro de siempre. La realidad  es que en mi interior todo sigue igual: los blancos continúan siendo los dueños de las tierras, los dueños de las leyes, los dueños de la palabra, los dueños de la verdad y yo, esa amenaza capaz de hacer cualquier cosa. Perdón, estoy equivocado, hay algo que si cambió, hay algo que ya no pueden disimular: el odio.

No perdí más tiempo, tomé mi chaqueta y, al recogerla, la única foto que conservaba de mi madre se cayó en la tierra, la única mirada libre que tenía de ella, la retuve entre mis dedos para decirle que la amaba, para confesarle que todo había sido un engaño, una brutal mentira; que Abraham Lincoln no era más que un político, un buen hombre tal vez, pero sólo eso; que los blancos continuaban siendo los mismos y, que en el fondo, nada había cambiado.

De pronto, una lagrima, y luego otra, impactó en el rostro de mi madre y le pedí perdón, y mientras le rogaba con desesperación que lo hiciera, le confesé que la necesitaba más que nunca; que yo no era tan fuerte como ella pensaba y que no estaba dispuesto a continuar con esta parodia. Le conté también que, si todo no salía como pensaba, pronto volveríamos a estar juntos.

Se oyó el ruido de un escopetazo, y esta vez el ladrido de los perros se escuchó con mayor claridad; entonces guardé la foto de mi madre en la chaqueta y comencé a correr en dirección de la vieja mina. Sudaba, la humedad era insoportable, pero el miedo que en un principio me había paralizado, esta vez me impulsó dentro del espeso bosque para sortear los obstáculos que, uno a uno, se iban atravesando en mi camino. Y así estuve durante un buen tiempo, atormentado y escuchando el ladrido de los perros sobre mis espaldas; sorteando árboles, pisando hojas, apartando arbustos, que parecían estar del lado de mis perseguidores: los blancos.

Agotado, continúe corriendo sin rumbo por ese bosque que de a poco comenzaba a despejarse. La vieja mina de carbón no aparecía por ningún lado y entonces pensé que lo mejor sería tranquilizarse y descansar un momento; pero los perros estaban cada vez más cerca y con las últimas fuerzas que me quedaban, me arrastré hacia la claridad y descubrí que todo el tiempo había estado subiendo; que ese bosque al igual que mi vida, era una montaña que me ponía a las puertas de un precipicio.

Miré hacia atrás, sabía que no podía confiar en mis perseguidores, sabía también que me matarían o me encerrarían en una jaula como si fuese un animal. Además, ya no estaba dispuesto a tolerar su desprecio, su odio, sus estúpidas miradas cargadas de maldad y de ignorancia; sus rostros que intentarían advertirme que el poder lo seguían manteniendo ellos.

De pronto, un rayo de sol se apoyó en mi hombro, como una mano que intentaba poner un poco de calma, y  entonces el miedo pareció apartarse por completo. El precipicio ya no tuvo importancia y, en su lugar, una vez más observé la foto que tenía en la chaqueta; una vez más me detuve ante ese rostro tan hermoso, una vez más pensé en la libertad y, al hacerlo, me dije: “hoy es un buen día para volver con mi madre…”

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